Relato: Melitón y Priscila

 

Elsa Zárate

 

Las campanas de bronce de la iglesia parroquial con su bello tañer daban las cuatro de la mañana, el ulular del viento, la neblina y el intenso frío que bajaba del páramo hicieron tiritar al viejo Eurípides, sus dientes castañearon bajo la pertinaz llovizna que le alcanzó a mojar, debía atravesar el gran solar de la casona donde trabajaba al servicio de la señorita María Genoveva Higuera, quien a esa hora aún dormía, llegar hasta el cobertizo para recoger los maderos más secos de la leña allí apilada y llevarlos a la cocina donde ya no quedaba ni una brizna; las tortas, panes y pastelitos horneados, el chocolate y las demás viandas preparadas la noche de las velitas, para la celebración junto con los invitados, de las vísperas de la fiesta de la Inmaculada Concepción habían agotado la provisión acopiada los días anteriores. A pesar de las brasas, el encendido de los fogonnes era dispendioso por la humedad de la leña, lo que retrasaba la preparación del café tinto endulzado con miel que Tomasa la cocinera acostumbraba ofrecer al viejo y a las otras tres criadas de la casa, antes de empezar las labores del día.

 

Era una fecha especial, esperada por meses, pero como todos los días la tibieza del agua en la que la señorita Genoveva se encontraba sumergida en la bañera de su cuarto, le producía un agradable sopor, cada vez le costaba más trabajo estar lista a la cinco y treinta de la mañana para salir hacia la Iglesia Parroquial, en ayunas para poder comulgar en la misa de seis, en manera alguna podía retrasarse porque la ceremonia, sin ella no comenzaba; ya Manuela su doncella personal habría escogido su ropa, el abrigo, los botines, el rebozo y la capa de gruesa lana tejida con la más fina lana proveniente de los merinos de sus rebaños, que la protegería del intenso frío, con su ayuda estaría lista a tiempo. Al sentirla, Priscila su gata cartuja, luego de estirarse, desperezándose, en una suerte de calentamiento antes de iniciar su faena, arquearía con gran plasticidad su lomo, para restregar en seguida su pelaje azul en las finas botas de su ama, quien permanecería de pie, muy quieta, permitiendo a su anciana mascota cumplir su diario ritual, después la acariciaría suavemente y pediría a Manuela avisara en la cocina que pusieran a calentar la leche para sus nueve gatos.

 

Durante su ya lejano viaje a Europa, a principios del siglo XX, época en la que el mundo trascurría despreocupado y feliz, disfrutando la paz de la posguerra al compás del fox trot y recibiendo con júbilo, no exento de asombro, los movimientos artísticos del Art Decó y Art Noveau, sus padres le habían hecho dos obsequios especiales, una pareja de gatos Chartreux de ojos naranja, llamados Melitón y Priscila y una excelente copia del cuadro “El Beso” de Gustav Klimt, el más vanguardista pintor de ésta corriente artística, obra de arte que desde esa época adornaba su salón y que la señorita Genoveva no podía dejar de admirar, frente al que todas las tardes tomaba el chocolate caliente, al principio en compañía de sus padres y después generalmente sola, ya que en el pueblo había pocas personas a quien recibir, con quienes departir a gusto, a no ser que se tratara de una celebración especial a la que acudían sus parientes y amigos, desde los pueblos cercanos y de la capital de la provincia.

 

Los gatos Chartreux, también llamados Cartujos o Azules, nunca vistos ni oídos antes por su familia, habían sido traídos, siglos atrás del Asia a Francia por los cruzados, su “voto” de silencio, tomado quizá en los conventos de la Orden de los Cartujos donde fueron acogidos y de donde tomaron uno de sus nombres, su reserva con los extraños, su característico pelaje azul-gris denso, lanoso e impermeable, ventajoso en climas fríos y lluviosos, pero por sobre todo la gran devoción, casi perruna por sus amos de quienes exigen permanente atención, hicieron que don Victoriano Higuera Etaraz, padre de la señorita Genoveva, tomara la decisión de adquirir a cualquier precio dos ejemplares, para su casa del frío pueblo de páramo donde residía, máxime cuando doña Waldina su esposa, quedara encantada con “lindo Gervaux” campeón 1933 del Cat Club de Paris, elegido como el gato más estético de la exposición, cuya cría Melitón fue seleccionado junto con Priscila, comprada en el mismo evento pero en otro criadero, los que procrearon gran prole de la que se reservaron siete gatos y gatas de todas las edades, convirtiéndose con el tiempo, en la razón de ser de la familia, sobre todo de la señorita Genoveva, después de la muerte de sus padres.

 

El monótono trascurrir de la vida, durante la que en muchos años no sucedía nada que mencionar, en el que las costumbres permanecían estáticas, se rompería ese día, la señorita siempre tan flemática, estaba un tanto ansiosa; después del desayuno, recibió a los mayordomos de dos de sus fincas, en las que cultivaba trigo y papa, pero principalmente cebada para proveer la fábrica de la cervecería Bávara, que desde 1889 compraba a su padre y luego a ella toda la producción, negocio que los había convertido en las personas más prósperas de la región y que permitía los, para su época en un país pacato y rural, extravagantes gustos, aún para una burguesía campesina y rica cuyo exponente más connotado era Don Victoriano, tales como viajar por meses toda la familia, de tanto en tanto a Europa, becar a diez niños en el Seminario Provincial, tener una réplica de un cuadro de Klimt, adquirir gatos Chartreux legítimos, excentricidades que al parecer la hija perpetuaba, al importar un rebaño de genuinas ovejas merinas de España, país que ostentó su monopolio durante siglos, pero que para el Siglo XX hacía años permitía su libre comercialización, y, mandar instalar el primer y único “aparato” de teléfono existente en una residencia particular, para lo que hubo que tender, de su propio pecunio, redes hasta su casa; después de tomar las medias nueves, se sentó en la biblioteca a esperar que llegara el camión que le traería el último de sus caprichos.
No quiso almorzar sino hasta pasada la una de la tarde, cuando lo usual era servir a las doce en punto, revisó el sitio donde se instalaría el artefacto, advirtió al técnico traído especialmente de la capital para este menester, que estuviera pendiente; a pesar del frío atroz, no quiso retirarse a su cuarto para la siesta, sino que se sentó en la biblioteca, arropada eso sí con una gruesa cobija tejida con lana de sus buenos vellones, a esperar la llegada del tan novedoso y práctico utensilio, a cada momento miraba el reloj, la espera se le hacía eterna, por uno de los postigos de la ventana que daba a la calle veía caer la tarde gris, bañada con una continua y fina lluvia que lo empapaba todo: los tejados, los árboles, la calle; pasadas las tres de la tarde, dos de sus primas la llamaron desde la capital, inquiriendo por los pormenores del suceso, solo para recibir como respuesta que nada había pasado aún. Finalmente después de casi siete horas de espera hacia las cuatro de la tarde, cuando ya le iban a servir el chocolate caliente con queso y colaciones, se sintió el ruido del camión y la algarabía de los niños corriendo detrás, todos en el pueblo, hasta el cura, estaban enterados del acontecimiento y por su puesto a la expectativa.

 

Instalada por fin en la cocina, la primera estufa a gas llegada al pueblo, Tomasa después de agradecer personalmente a la señorita por el alivio que significaba para la servidumbre tal adquisición, especialmente para Eurípides, al no tener que lidiar con la leña y para ella que ya no tendría que soplar y soplar, así fuera con el fuelle manual, para encender la gran estufa, pidió a su ama que le enseñara a manejar el nuevo utensilio, la señorita Genoveva la miró un tanto extrañada, respondiendo en forma correcta pero en la que se percibía un dejo de molestia, que no era necesario, por cuanto la estufa la manejaría solamente Manuela, teniendo en cuenta que la había comprado únicamente y exclusivamente para calentar la leche a sus gatos.-