
Sobre una especie casi extinta
Ángel Castaño Guzmán
De los lugares comunes de la industria académica literaria, quizá uno de los más socorridos sea el de señalar la publicación de Yo acuso de Émile Zola, en L’Aurore, el 13 de enero de 1898, como el momento en el cual surgió el intelectual moderno. Minucias aparte, la lectura de la carta abierta del autor de Nana, dirigida al presidente de la república francesa, brinda pistas significativas de la naturaleza y la suerte de una figura central en las democracias occidentales durante los últimos ciento veinte años. Zola estaba en Italia —de donde era oriundo su padre, dato utilizado en su contra una vez se desató la cacería judicial que lo llevaría al destierro— en los principios del Affaire Dreyfus. Luego de regresar a Francia siguió los avances del caso en los informes de la prensa. Un elemento lo atrajo, y en este detalle hace hincapié: el tinglado, el artificio de un proceso judicial digno de una novela. Su primer artículo sobre el tema data de finales de 1897, en otras palabras, tres años después de ocurridos los acontecimientos. El poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid formula una pregunta útil para dilucidar los motivos no solo de Zola sino del resto de intelectuales: “¿A título de qué se metía el famoso novelista contra las autoridades militares que habían declarado traidor al capitán (de origen judío) Alfred Dreyfus?” (Los intelectuales, Vuelta, 1998). Detengámonos un instante en el texto: Yo acuso es un detallado recuento de los hechos, contado sin ocultar un instante la certeza de la inocencia del reo. No se trata de un escrito de ínfulas abstractas o teóricas: Zola clama por la inmediata libertad de Dreyfus y el pronto castigo de sus verdugos. Tampoco se escabulle por las ramas: condena en el tribunal de la opinión pública a quienes considera responsables del delito, encabezados por el coronel Du Paty de Clam. El alegato de Zola, de entrada, nos entrega dos certezas del intelectual: sus afanes, contrarios a los del filósofo y del académico, se inscriben en el campo del aquí y el ahora. Ante las penas de un hombre pudriéndose injustamente en la cárcel no caben las medias tintas o los tiros al aire. El segundo elemento subrayable es la creación de una audiencia. Si bien se trata de una misiva dirigida en concreto al presidente francés, el destinatario real es la ciudadanía, la gente de la calle, los lectores del periódico. Así, la página del diario reemplaza al púlpito, a los estrados y al ágora como espacio de debate de ideas y, en consecuencia, se erige como centro de la vida democrática.
Volvamos a la duda de Zaid: ¿qué llevó a Zola a meterse en semejante berenjenal? No era judío, ni experto en temas militares, ni tampoco abogado. Entonces, ¿de dónde viene su interés en un asunto de dimensiones tales que lo llevaron al exilio y, según algunas investigaciones recientes, a la muerte? La respuesta la da él mismo en varios pasajes de Yo acuso: la ira ante la injusticia. En ocasiones dice estar dispuesto a gritar hasta la victoria de la justicia sobre las estratagemas sembradas por la malevolencia de los hombres. Dicha actitud permite encontrar otra línea de la fisonomía del intelectual: amén de ir en contracorriente de la muchedumbre, la serena rabia ante la arbitrariedad es su motor de combustión.
Si tomamos a Zola como piedra de toque, aquel nunca se vuelve portavoz de nadie: ni de los pobres ni de los ricos ni de los marxistas ni de los capitalistas. Puede, por supuesto, coincidir con ellos en tramos del camino, pero jamás limita su conciencia a los dictados de cualquier catecismo. Eso lo convierte —la imagen la emplea Edward Said— en una especie de francotirador solitario, un alérgico al placentero pensamiento corporativista. Said, en Representaciones del intelectual —volumen compilatorio de las conferencias impartidas por el palestino en 1993 en el ciclo de las Reith Lectures, de la BBC—, llama pensamiento corporativista al discurso propalado por los gobernantes con la complicidad de la trinca instalada en el mundo de las noticias y de la academia. Desviarse un centímetro de las rutas trazadas por el statu quo le acarrea al infractor avalanchas de tomates y epítetos. La incursión del intelectual en los escenarios de la refriega diaria, su empeño en pensar más allá de las fronteras de lo bien visto, le acarrean problemas mayúsculos: los laureles no suelen ser el pago por sus combates y luchas. Incluso, de ser estos ofrecidos por el establecimiento y aceptados por el individuo, se truecan en un lastre, en una sutil mordaza. De ahí la sentencia de Alberto Aguirre, tal vez un pelín exagerada pero no por eso menos lúcida: el intelectual del poder no debe recibir ni agua. Apátrida, contestatario e iconoclasta, se asemeja más a Diógenes el perro que a Aristóteles. Le calza mejor la palabra conjurado y no la de lamesuelas. Conserva a toda costa su feroz individualidad.
En términos generales, calificar a alguien de intelectual, ponerle esa flor en la solapa, se considera un elogio. De esa manera se pretende ensalzar la agudeza de su inteligencia, la nitidez de su examen, la finura argumentativa. No obstante, si nos tomamos la molestia de ir más allá del estereotipo, vemos que ni es el más inteligente del colectivo social ni un infalible oráculo. Notables intelectuales han cedido al canto de sirena de las ideologías: Sartre decidió prestarle su prestigio al régimen soviético, a pesar de los testimonios de las purgas estalinistas. O de los hombres fuertes: de sobra conocemos la ambivalencia de Cortázar y el silencio de García Márquez ante los procesos de Heberto Padilla y los disidentes cubanos. O del facilismo: Bertrand Russell en las cuestiones políticas no replicaba el rigor de sus textos filosóficos y matemáticos. Tales han sido el descuido y las actitudes censurables de los intelectuales, que el periodista e historiador Paul Johnson, en un divertidísimo libro, se encarga de sacarles los trapos al sol y resaltar con inclemencia sus defectos, tanto personales como conceptuales. Compuesto de deliciosos perfiles —eruditos y cargados de mala leche— Intelectuales, de Johnson, explora el lado oculto de figuras importantes de las letras occidentales. Gracias a él sabemos, por ejemplo, de la práctica desalmada de Rousseau de dejar a sus hijos —cinco en total— en las puertas de los orfanatos. Del angelical Shelley nos enteramos de su destreza en el sutil arte de sablear al prójimo. La probidad investigativa de Marx es sentada en el banquillo y la de Engels, vapuleada. La lectura de esas biografías deja el sabor del hecho no consumado: el intelectual ejemplar no existe, es un proyecto, pues mantenerse siempre alerta, actuar al pie de la letra de las convicciones, es una tarea de una complejidad superior a las encargadas a Heracles. Johnson esgrime una idea distinta del intelectual: lo emparenta con los charlatanes y los sacerdotes. Propone una genealogía diferente a la convencional, en la cual son Voltaire y Rousseau, y no Zola, los puntos de partida del escritor público.
Un escritor puede ser o no un intelectual. El artista —parafraseando la propuesta de Max Bense— acrecienta el ser. El intelectual necesariamente escribe pero no se detiene en las ambiciones estéticas: procura, ante todo, comunicarse. Hay nombres y obras que condensan lo mejor de ambos roles: si Zola es la luminaria del siglo xix, George Orwell y Albert Camus lo son del siglo xx. El inglés y el argelino llevaron hasta las últimas consecuencias su respeto a la independencia y la autonomía. Novelistas estupendos, fueron al tiempo intelectuales desprovistos de las tradicionales ataduras de la ideología, asumiendo la definición que de ella hizo Jean Françoise Revel al llamarla la triple dispensa: en lo ético, lo intelectual y lo político libra al individuo de los riesgos del librepensamiento, adormece el sentido crítico y se constituye en una lógica multiusos.
Hasta aquí se ha trazado el boceto más o menos ideal del intelectual, el ojalá de un actor antaño importante en la agenda de debate social pero hoy en franca retirada, en vertiginosa caída. Entre las muchas causas de su inclusión en el libro rojo de los oficios demodés, dos se llevan las palmas. La primera y unos pocos bemoles: la academia universitaria, desde la década del cincuenta, recibió en sus aulas a los intelectuales, les ofreció la estabilidad económica que el periodismo no les podía dar a todos. Con el paso de los calendarios, y en virtud de la radical exigencia del conocimiento especializado, el intelectual cedió su sitio al académico puro y duro. Igual le sucedió al naturalista: el individuo diestro en el dibujo, la cartografía, la matemática, la zoología y la escritura desapareció para darle paso al biólogo, al químico y al físico. Si a lo anterior se suma la transformación de la universidad en el espejo deformado de la comunidad en la cual está insertada, encontramos un hábitat hostil para nuestro espécimen. La pretensión de dominar un tema —o dar la imagen, no importa si la realidad es otra— y la réplica en la alma máter de las marrullerías de la vida comunitaria —amiguismo, carruseles de publicaciones, el uso de la burocracia como moneda de cambio— hicieron inviable la presencia del intelectual en el ambiente universitario. Los sobrevivientes batallan con el viento en contra. La virtualidad —las redes sociales y los mass media— es el segundo porqué del paulatino final del intelectual: en ella el rebuzno de un burro recibe mayor cantidad de likes o es compartido por un número superior de personas que los pensamientos de un gran profesor —la web se encargó de conducir a la hipérbole los versos de Santos Discépolo—. Umberto Eco, con la virulencia propia de la vejez, quebró lanzas contra las aparentes ventajas democráticas del internet. Antes lo había hecho Sartori al presagiar lo ya comprobable: la gente lo usa para interactuar, no para acceder a mejor información. Siguiendo esa senda, no es descabellado afirmar que el internet no es el sustituto de la biblioteca sino un sucedáneo de pasmosa eficacia del centro comercial. Basta darle una mirada al contenido del grueso de lo publicitado en Facebook o Twitter para caer en la cuenta de que no son la inteligencia ni el debate las notas predominantes, sino la ñoñería de la mayoría de ciudadanos instruida en un sistema educativo deficiente. El intelectual, en estas arenas, se desdibuja ante la vocinglería de los profesionales de la carreta.
A lo mejor asistimos al ocaso del intelectual en la línea de Zola y al surgimiento del Youtuber. Lo lamento, pero no puedo evitar la tristeza al decirlo, seguro es la nostalgia de saber, como Yeats, que este no es país para viejos.
Tomado de la Revista de la Universidad de Antioquia
http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/revistaudea/article/view/25140