
Sitio y caída de Cartagena: epílogo de la conquista, prólogo de la Independencia
El mito de la reconquista de 1815 en boca de los vencedores y la verdad de la resistencia en boca de los vencidos
Enrique Santos Molano
El 25 de enero de 1815, Simón Bolívar salió de Santafé de Bogotá al mando de un ejército de dos mil hombres, con la misión, que el mismo Bolívar le había propuesto al Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, de atacar a Santa Marta y liberar a Cartagena de la amenaza que representaba el puerto samario, bastión de los realistas, ante la inminencia de un ataque, ya anunciado, por la expedición pacificadora que se aprestaba a salir del puerto de Cádiz al mando del general don Pablo Morillo.
Don Pablo Morillo, hombre ejemplar que utiliza una pluma bondadosa para hablar de sí mismo, lo refiere así en sus Memorias:
“Seis años de fatigas y peligros caracterizaron la guerra sostenida por la heroica nación española contra Napoleón Bonaparte, cuando la caída de este usurpador dejó libre por fin a España. Me dirigí entonces de las riberas del Carona a las playas de Cádiz, después de haber escuchado de los labios mismos de S. M. [Fernando VII] su deseo, claramente expresado, de contribuir a la pacificación de las regiones americanas al dignarse confirmarme el comando [de la expedición pacificadora] a pesar de mis excusas reiteradas y mi resistencia obstinada. Mientras que la armada victoriosa, la cual había contribuido con tanta gloria al restablecimiento de la paz en Europa, había regresado para gozar en su patria el fruto de sus triunfos, fui obligado a partir de Cádiz a la cabeza de mi división compuesta de 12.000 hombres, de los cuales 10.000 de infantería. El resto lo componían tropas de artillería, defensores de plazas fuertes y de caballería.
“El general [Pascual] Enrile cumplía las funciones de jefe de Estado mayor. En febrero de 1815 levamos anclas hacia las provincias del Nuevo Mundo, que se encontraban en estado de guerra; y cuando nuestros compañeros de armas comenzaban por fin a gustar en el reposo, el olvido de sus gloriosas fatigas, nosotros íbamos a comenzar una lucha mucho más peligrosa, mucho más cruel que la que habíamos sostenido hasta el momento”
Tomemos nota de las verdaderas intenciones que se ocultan en los eufemismos empleados por el Conde de Cartagena al inicio de sus Memorias. Su Majestad don Fernando VII, deseoso “de contribuir a la pacificación de las regiones americanas” y venciendo las reiteradas excusas y la obstinada resistencia del general Morillo, lo obligó a asumir el mando de la expedición pacificadora, que en febrero de 1815 “levó anclas hacia las provincias del Nuevo Mundo que se encontraban en estado de guerra”. España seguía considerando como sus colonias, ahora provincias, los territorios americanos que había dominado en forma absoluta durante trescientos años y se disponía a recobrarlos (“pacificarlos” dice el general Morillo). Cuatro años antes, cuando la derrota “del usurpador” Napoleón era cuestión de poco tiempo y los rumores provenientes de los territorios americanos ocupados todavía por fuerzas y autoridades realistas dejaban entender que con seguridad, enseguida que terminara la guerra, España se lanzaría a la reconquista de sus colonias, Antonio Nariño previno a sus compatriotas de lo que les esperaba si no estaban preparados para resistir con firmeza al enemigo:
“¿En que fundamos las esperanzas de conservar nuestra libertad? Por fuera se aumentan los peligros, y por dentro la desconfianza y la inacción. La Patria no se salva con palabras, ni con alegar la justicia de nuestra causa. ¿La hemos emprendido, la creemos justa y necesaria? Pues a ello: vencer o morir, y contestar los argumentos con las bayonetas. ¿Habrá todavía almas tan crédulas que piensen escapar del cuchillo si volvemos a ser subyugados? Que no se engañen: somos insurgentes, rebeldes, traidores; y a los traidores, a los insurgentes y rebeldes se les castiga como a tales. Desengáñense los hipócritas que nos rodean: caerán sin misericordia bajo la espada de la venganza, porque nuestros conquistadores no vendrán a disputar con palabras como nosotros, sino que segarán las dos hierbas sin detenerse a examinar y apartar la buena de la mala: morirán todos y el que sobreviviere sólo conservará su miserable existencia para llorar al padre, al hermano, al hijo o al marido”.
Ese era ni más ni menos el significado de los deseos de Fernando VII de “contribuir a la pacificación de las regiones americanas”: castigar a los traidores, insurgentes y rebeldes, y para ejecutar tal pacificación enviaba una expedición compuesta de 12.000 hombres bien armados, tropas de caballería y doce naves de guerra artilladas, con alto poder de fuego. A eso lo llamaron Expedición Pacificadora, cuyo cometido era pacificar a sangre y fuego las provincias rebeldes del Nuevo Mundo.
Después de derrotar (9 de enero de 1813) al ejército del Congreso de las Provincias Unidas, conocido como “el Congreso infame”, que le había declarado la guerra, el presidente Nariño organizó la Campaña del Sur, destinada a liberar las provincias de Popayán, Pasto y Quito, en poder de los españoles, con lo que privaría de un apoyo indispensable a la Expedición Pacificadora que se preparaba en la Península. Liberado el Sur, Nariño enviaría refuerzos al general Bolívar en Venezuela para expulsar de allí o destruir los ejércitos realistas que comandaban los temibles Morales y Boves, y retomar a Caracas. La siguiente acción de Nariño sería marchar contra Santa Marta y liberarla. Así, la totalidad del territorio de la Nueva Granada quedaría en poder de los patriotas y la Expedición Pacificadora encontraría cerradas las entradas por tierra y por mar y perecería inexorablemente si intentaba apoderarse por mar de Cartagena, fortaleza que los mismos españoles, que la habían construido, consideraban inexpugnable.
La traición del “Congreso Infame” de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, desbarató los planes de Nariño. La maniobra proditoria se repetiría con Bolívar por parte del jefe infame de Cartagena, Manuel del Castillo. Bolívar llegó a Cartagena a principios de mayo, cuando ya tenía noticias ciertas, y las tenían en Cartagena, de que la expedición pacificadora de Pablo Morillo había llegado el 3 de abril a inmediaciones de Carúpano, donde se unió a las tropas de Francisco Tomás Morales, con las que, el 11 de abril, Morillo ocupó la isla de Margarita, de donde no se le escapaba a ningún patriota el gravísimo riesgo que corría Cartagena si el ejército granadino no lograba el control de Santa Marta antes de que Morillo desembarcara en ese puerto. Bolívar no esperaba que en esos momentos desesperados del Castillo pondría sus viejos rencores por encima de sus deberes, y que sin demora le suministraría otros dos mil hombres para atacar a Santa Marta con la velocidad que exigían las circunstancias; pero del Castillo, como si lo considerara un enemigo peor que los realistas, prohibió la entrada de Bolívar y de sus hombres a Cartagena y amenazó conque los cañonearía si lo intentaban. Ante la disyuntiva de una masacre fratricida que les ahorraría a los pacificadores el trabajo de aniquilar a los rebeldes, Bolívar resignó el mando de sus tropas el 8 de mayo y se embarcó en una goleta inglesa que lo llevó al exilio en Jamaica. El 11 de mayo el pacificador Pablo Morillo entró en Caracas. Tras unos días de descanso, Morillo expidió el 17 de mayo una proclama para anunciar a los habitantes de las Provincias Unidas de la Nueva Granada el feliz acontecimiento de la próxima restauración de la autoridad de Su Majestad en sus provincias del Nuevo Reino de Granada, que serían liberadas de la opresión de los rebeldes y traidores súbditos insurrectos. La Expedición Pacificadora les devolvería a estos pueblos desdichados la paz y la felicidad de que antes gozaban bajo el gobierno magnánimo y venturoso de la Corona española. Pero ¡ay del que se resistiera o que no mostrara su agradecimiento ante tanta misericordia!
Habiéndose quedado en Cartagena para ayudar a la defensa de la plaza fuerte los dos mil hombres del ejército de Bolívar, entre ellos oficiales tan destacados como Antonio José de Sucre y Francisco José Bermúdez, que hubieran podido comandar con éxito el ataque y toma de Santa Marta, no hay forma de explicar por qué en mes y medio que tuvo de oportunidad, Manuel del Castillo prescindió de ordenar esa acción indispensable.
La ciudad sitiada
De modo que la realista provincia de Santa Marta (actual departamento del Magdalena) y su capital, la ciudad portuaria del mismo nombre, pudieron brindarle una recepción jubilosa a la Expedición Pacificadora cuya docena de naves de guerra fondearon en la bahía el 17 de julio. Desembarcaron los primeros el comandante en Jefe de la Expedición, general don Pablo Morillo y su segundo al mando, mariscal de campo don Pascual Enrile. Con ellos bajó a tierra el capitán Rafael Sevilla, sobrino de Enrile y protegido de Morillo.
Los pacificadores se tomaron un mes para preparar a conciencia el sitio de Cartagena. Arriba de Mompós el coronel Morales bloqueó con pericia todos los caminos de acceso a Cartagena. Nadie podría escapar hacia el interior, ni la ciudad podría recibir del interior ayuda alguna, sobre todo en el suministro de víveres, armas o municiones. Por mar las goletas y embarcaciones corsarias que traían víveres de Jamaica fueron atajadas y capturadas por los navíos españoles.
El sitio de Cartagena empezó el 15 de agosto de 1815. Ni Pablo Morillo en sus Memorias, ni Rafael Sevilla en las suyas, dan el menor detalle sobre lo ocurrido en los tres meses y veintidós días que duró el sitio. Ambos se limitan a describir, como si hubieran sido ajenos al mismo, el espectáculo atroz que presenciaron al ocupar la fortaleza rendida, el 6 de diciembre, cuando los últimos defensores habían logrado evadir el cerco y en las calles no quedaban sino cadáveres y heridos agonizantes. Ni Morillo, ni su protegido el capitán Sevilla, dicen una palabra sobre la heroica resistencia del pueblo de Cartagena que alargó el sitio a ciento dieciséis días peleados por los defensores de la plaza en las condiciones más terribles, ni de las duras derrotas que sufrieron los españoles las veces que intentaron quebrar la resistencia patriota. Morillo capturó a varias de las familias que a principios de diciembre intentaron huir de Cartagena. Su estado era tan lamentable que, dice el general realista en carta enviada “a las autoridades que gobiernan a Cartagena”, del 4 de diciembre, “ha conmovido mi corazón, el rigor de las leyes de la guerra me autoriza a hacerlos regresar sin piedad en la plaza sitiada y no podéis ignorar que así lo puedo hacer fácilmente. Pero he querido escuchar más bien el grito de la humanidad; he querido acordar a estos desgraciados el favor de un plazo para ver si pueden poner término a los males que los colman. La defensa de Cartagena toca a su fin y aún los bárbaros sacrifican inútilmente una población entera. Estoy listo, como siempre lo he estado, a seguir, como regla invariable de mi conducta, las intenciones paternales del Rey. Que el gobierno de Cartagena escoja: o recibir de nuevo las familias que la necesidad ha obligado a salir de la plaza o devolverlas en el plazo de tres días (sic), con la seguridad de que la clemencia del rey no conocerá límites, pues tengo el deseo más sincero de cumplir sus instrucciones”.
Morillo intuía con acierto que la situación en el interior de las murallas debería estar al límite y que la resistencia de los cartageneros no podría prolongarse mucho tiempo, aunque tiempo era lo que ya no tenía Morillo. Tres meses y medio de sitio, con rechazos contundentes de los patriotas a cada una de las embestidas españolas , estaban generando en el ejercito realista un malestar que crecía como la hinchazón de un órgano infectado, sin contar que en la corte andarían preocupados, impacientes y preguntándose si el general Morillo habría fracasado en su misión pacificadora. El comandante español no tuvo cabal idea del estado real de los defensores de la plaza hasta observar la miserable postración de las familias que habían salido a suplicar con desesperación por un poco de comida. Alguno, con acento moribundo, le confirmó al pacificador que en la plaza no quedaba capacidad de resistencia. Morillo no quiso arriesgar un ataque y envió el ultimátum que dejamos transcrito.
Cartagena por dentro
Los relatos de Lino de Pombo y de García del Río nos muestran una pintura exacta de cómo resistieron los cartageneros el sitio de ciento dieciséis días a que los sometió la expedición pacificadora enviada por su majestad don Fernando VII bajo el experimentado comando del general don Pablo Morillo. El gobernador de la Plaza, Manuel del Castillo y Rada, cuya ineptitud como comandante militar había sido ásperamente criticada en ocasiones anteriores por Simón Bolívar (motivo del odio que le profesaba Castillo al Libertador), se abstuvo con criminal desidia de emprender la única acción (la toma de Santa Marta) que habría garantizado la invulnerabilidad de Cartagena. Castillo se pellizcó cuando el 21 de julio llegaron a Cartagena las primeras noticias del desembarco de Morillo en Santa Marta. Cuenta García del Río que al confirmar la veracidad de los rumores al respecto “comenzó a tomar el gobierno de Cartagena las medidas que estaban a su alcance para la defensa. Dieronse órdenes repetidas para que se surtiese la plaza de víveres; se montaron 66 piezas más de artillería en la muralla de Santo Domingo y de Santa Catalina; se abrieron nuevos fosos; se proclamó la ley marcial, obligando a tomar las armas a toda persona de edad de 15 a 45 años; se nombró una comisión militar, y el gobierno exhortó al pueblo a hacer una resistencia vigorosa”.
¿Había necesidad de esa exhortación, que consistió en una proclama en la que se pintaba el horror que vendría si la ciudad caía en manos de Morillo? Esa proclama del 1 de agosto no parecía sino un formalismo rimbombante del general Manuel del Castillo. Antes de ella, desde el momento mismo en que se supo de la presencia de Pablo Morillo en Santa Marta, los cartageneros corrieron a armarse, y aún los mayores de 45 años, que no estaban obligados, empuñaron el fusil para ir a las murallas a defender con sus vidas la libertad y la Independencia de la Provincia de Cartagena.
Continúa García del Río: “El 19 de agosto se proveyó de víveres y fortificó La Popa, y se envió una división de bongos bien armados a cubrir el paso de la laguna de Tesca, y habiendo el gobierno dado orden para que se replegasen las tropas entró en la ciudad el día 20 la división del coronel don Juan Narváez, que cubría el bajo Magdalena. El 23 a las once de la noche entró la del brigadier Palacio, que vino a marchas forzadas desde Magangué, echando adelante todo el ganado que encontraba por los caminos.
“El general Morillo comenzó a desembarcar sus tropas en Guayepo el día 22, y lo concluyó en los dos inmediatos. Una división española fue destinada enseguida a Santa Catalina, con cuyo motivo el gobierno, de acuerdo con los moradores de Santa Rosa, Ternera, Turbaco y Santa Ana, mandó poner fuego a estas poblaciones, para privar al enemigo de alojamiento y abrigo, obligándose a remunerar por esta pérdida a los propietarios, cuando mejorase el estado de las cosas. Sometieronse gustosos aquellos ciudadanos al sacrificio que la Patria exigía de ellos, y en breve tiempo, en el espacio de muchas leguas, se destruyeron todas las haciendas y caseríos, se cegaron los caminos, y los habitantes se retiraron al bosque con sus ganados. Merecen particular elogio los habitantes de Triana, que espontáneamente pendieron fuego a sus habitaciones, y don Antonio Villanueva que practicó otro tanto con todas sus haciendas situadas en el Coco.
“No fueron estos los únicos rasgos de patriotismo que distinguieron a los habitantes de la provincia de Cartagena. El pueblecito de Malambo resistió por tres horas el vivo fuego de una división enemiga y la rechazó de pronto; más luego fue tomado por fuerzas superiores. El de Viacuri formó partidas de guerrilla, y los de Barranca, Soledad, Baranoa, Talapa y las Sabanas hostilizaban al ejército español de cuantos modos estaban a su alcance. En todas estas escaramuzas sufrió alguna cosa la tropa de Morillo, y en Copila se apoderaron los independientes de una pieza de artillería.
“Entretanto, los habitantes de la ciudad, llenos de entusiasmo, ofrecieron todo cuanto tenían, para pagar y animar a la tropa. Las mujeres se desprendieron de sus joyas, y hasta se echó mano de la plata de las iglesias, presentada voluntariamente por las distintas comunidades religiosas.
“Ansioso el gobierno de proporcionarse víveres, envió a las Antillas y a los Estados Unidos comisiones al efecto, y otorgó a los introductores privilegios capaces de incitarlos a correr los riesgos con que amenazaba la superioridad de las fuerzas españolas mandadas por don Pascual Enrile. También se fortificaron todos los puntos de la plaza, confiando el mando de ellos a oficiales de conocido valor e inteligencia. El general Bermúdez estaba en el cerro de La Popa; en el de San Felipe el coronel Rieux. El coronel Cortés Campomanes estaba encargado de la muralla y Puerta de Santa Catalina; de las de Santo Domingo el coronel Narváez; y el coronel Herrera de la parte que mira a la Bahía. Los castillos de Bocachica estaban defendidos por los venezolanos y los franceses que a la sazón se hallaban en Cartagena; Pasacaballos lo estaba por bongos armados; Bocagrande por un buque de porte, bien asegurado y tripulado. El brigadier don Juan Nepomuceno Eslava tenía el mando de las fuerzas marítimas, que consistían en 2 corbetas de guerra, 12 bergantines y goletas, en su mayor parte corsarios, y algunos bongos y lanchas cañoneras”.
Morillo “el 25 de agosto envió varios piquetes a reconocer el cerro de La Popa, y se presentaron en la laguna de Tesca algunas de sus lanchas cañoneras. El 26 llegó a Pasacaballos el sanguinario Morales con su división, y tomó por sorpresa una lancha y dos bongos. Al mismo tiempo, la escuadra española se situó, parte enfrente de Bocachica, y parte en Punta-Canoa, impidiendo así que la plaza recibiese víveres por mar.
“En vano dice el hipócrita Morillo que ‘atendiendo siempre a su plan de concordia, prefirió las fatigas en la dilación de un largo sitio, y los males que por ella iban a seguirse a sus soldados, a la cruel certidumbre de la pronta destrucción de Cartagena y de sus más queridas esperanzas’. Si no tomó antes la ciudad, fue porque no pudo. Las tentativas que para ello hizo demuestran la falsedad de su lenguaje. El 25 de noviembre bombardeó largo tiempo la plaza, pero sin fruto; y el 11 de noviembre mandó al mayor general Villavicencio que atacase a La Popa. En efecto, éste trató de escalar aquella noche el cerro con 800 hombres escogidos; mas sin embargo de la desproporción de fuerzas, fue valerosamente rechazado en tres ataques consecutivos por Soublette, y obligado al fin a retirarse con pérdida de 3 oficiales y 30 soldados muertos, 25 heridos, 50 fusiles y 8 escalas. Enseguida atacó Morillo el castillo del Ángel, uno de los de Bocachica, y fue rechazado con pérdida de 120 hombres”.
Sobre el asalto a la Popa, Lino de Pombo, que estuvo allí, nos lo narra con detalles completos:
“En la madrugada del 11 de noviembre fue atacada la Popa por una columna de ochocientos hombres escogidos, que acaudillaba el más distinguido oficial de cazadores del ejército español, teniente coronel Maortúa, y que al favor de las tinieblas y de un profundo silencio, había logrado trepar sin ser sentida ni ofendida. Las fortificaciones, sus leales defensores, que no llegaban a doscientos útiles, y su hábil jefe Soublette, correspondieron dignamente a las esperanzas fincadas en ellos, luciéndose sobre todo, por su tino y sangre fría, el comandante Stuart, inmóvil en su reducto. Parte del combate se sostuvo cuerpo a cuerpo y a la bayoneta en la línea de los parapetos, que escalaron sin salvarlos algunos oficiales y soldados y un valientísimo corneta: llovían sobre la meseta interior las granadas de manos enemigas, y sobre los pelotones enemigos la metralla de Stuart, en tanto que hacía su oficio el fusil, a pecho descubierto en el ataque y con mediano abrigo en la defensa. En menos de tres cuartos de hora la función había concluido al sonoroso grito de ¡viva la Patria! Y los asaltantes descendían precipitadamente en derrota bajo el mortífero cañoneo de las baterías de San Felipe, dejando tendidos los cadáveres de muchos de sus compañeros al pie de las escarpas y en un largo espacio de las faldas adyacentes. El bravo Maortúa quedó exánime a la orilla del foso”.
Rendirse, jamás
Descontentos los cartageneros por la impericia con que el gobernador Manuel del castillo dirigía la defensa de la ciudad, exigieron en masa su renuncia. Castillo quiso desoír la voz de los ciudadanos y en consecuencia fue depuesto y sustituido por don Juan de Dios Amador, que, dada la situación de extrema gravedad por el agotamiento de los víveres, la cantidad de cadáveres que yacía en las calles, y las epidemias que se desataron, y que causaron más muertos que el cañón y la metralla de los españoles, no podía hacer nada distinto de alargar la resistencia desesperadamente unos días más, como lo relata García del Río:
“… la situación de los sitiados era tan angustiada que el 13 de octubre convocó el Gobernador una Junta extraordinaria de la legislatura de la provincia. En una enérgica arenga manifestó que al cabo de sesenta días de asedio no podía ya sostenerse la plaza a pesar de la rigurosa economía con que se habían consumido los víveres. Indicó que el estado de insanidad de la misma no permitía a la guarnición hacer salidas felices; y al cabo propuso que, para salvar a los habitantes de los horrores con que amenazaba un enemigo cruel e irritado, se pusiese la provincia bajo la protección y dirección del Rey de la Gran Bretaña. Determinóse consultar a los principales jefes, reunidos en Junta de Guerra, y considerando en ella la absoluta falta de comestibles, la poca probabilidad que había de recibirlos por mar o por tierra, y la imposibilidad de desalojar al enemigo de sus posiciones, se resolvió autorizar al Gobernador para tomar cuantas medidas juzgase convenientes a la salvación de la ciudad, excepto el capitular con los españoles o volver a su dominación.
Amador envió una comisión a Jamaica para proponerle a su Gobernador, el Duque de Manchester, que, en nombre del Rey de Inglaterra, tomara posesión de la ciudad de Cartagena y su provincia. La alocada propuesta fue rechazada gentilmente por el Gobernador de Jamaica, quien no estaba facultado para tomar semejante determinación sin contar con la autorización expresa del Rey. Cartagena resistiría cincuenta y seis día más, en que sus habitantes, apabullados por el hambre y las enfermedades, no dejaron de batirse en las murallas, los castillos y demás sitios por donde los españoles intentaron infructuosamente romper la defensa.
Continúa García del Río:
“Toda la ciudad estaba dividida por mitad en un miserable hospital y en un horrendo cementerio. El 4 de diciembre llegó a 800 el número de las personas que de hambre quedaron tendidas en las calles, y en semejante situación, perdida ya toda esperanza de que viniese de lo interior alguna fuerza en ayuda de la plaza, y de recibir provisiones de las Antillas, ocupado por las tropas enemigas todo el país comprendido en entre el Magdalena, el Sinú y el Cauca, creyó el gobierno que había llegado el caso de tomar su partido”.
Leído el mensaje de Morillo del 4 de diciembre que les conminaba a no ofrecer más resistencia y entregar la ciudad, en lugar de responderle, los cartageneros tomaron la determinación “de no capitular con las fuerzas españolas –añade García del Río—sino de evacuar la plaza al día siguiente. El Gobierno manifestó que había prontos once buques, entre bergantines y goletas para recibir a todos los que pudieran embarcarse y quisiesen correr el riesgo de abrirse paso por en medio de la escuadra y de las baterías enemigas. Todo el que pudo levantarse de su lecho acudió a bordo de aquellas embarcaciones, última esperanza de su valor: clavaronse los cañones de las murallas, de La Popa y de San Lázaro, y a ejemplo de los de Tiro, de Teos y de Focea, se embarcan el 5 de diciembre más de 2000 cartageneros. Fondean los buques en Bocachica, en medio del vivo fuego que hacía el enemigo; recogen a los que de aquella guarnición se hallaban capaces de moverse, rompen por entre la escuadra española, y con sus mujeres, sus hijos y sus más preciosos efectos se van en busca de un asilo que los preserve de la dominación peninsular”.
Sopa y seco con lágrimas de condimento
En la madrugada del 6 de diciembre Morillo, ignorante de que la plaza había sido evacuada, mandó a varios destacamentos para intentar un asalto definitivo por diferentes sitios. Los españoles no encontraron ninguna resistencia, y a las diez de la mañana el Pacificador y su expedición entraron en la ciudad que durante tres meses y medio los mantuvo a raya. El general Morillo hace en sus Memorias una descripción dramático-edulcorada de lo que vio al entrar en la plaza heroica (no emplea el calificativo, sino el de obstinada) y del impacto que le causó el espectáculo pavoroso:
“Mis tropas ocuparon inmediatamente la ciudad. Su aspecto fue para mí el espectáculo más doloroso de mi vida. No era más que un vasto cementerio en el que se veían vagar aún unos esqueletos apenas animados. Cadáveres apilados en las casas y en las calles expandían desde lejos un olor pestilente que aumentaba el horror y testimoniaba la ferocidad y los crímenes de los verdugos de esta malaventurada ciudad. Mi Armada, esta Armada victoriosa que todo lo había sufrido durante el sitio y cuya indignación había sido testigo del infame asesinato de 14 oficiales de la expedición del general Hore hechos prisioneros en el mar; esta armada se distinguió por la generosidad, las virtudes y la disciplina más raras. Ella escuchó mi voz. Respondió a mis deseos y un signo de mi parte bastó para que los moribundos de Cartagena, en lugar de la espada que debía terminar al mismo tiempo con sus males y con su existencia, no encontraran más que amigos y hermanos que compartían su ración con ellos. El vencedor daba su pan al vencido. Las plazas públicas y las calles se llenaban continuamente por grupos numerosos de soldados que socorrían a los desgraciados caídos en nuestro poder y se oía por doquier las bendiciones dirigidas por los habitantes a sus generosos libertadores mientras que, de acuerdo con mis órdenes, se les distribuía una sopa abundante que podía reparar las fuerzas y la salud.
“Tal fue mi conducta, tal fue la de la Armada durante la ocupación de Cartagena, conducta que –no tengo ningún temor en afirmarlo—no encuentra ejemplo, en circunstancias semejantes, en ningún país, de parte de ninguna armada ni en ningún tiempo. Un gran numero de quienes habían contribuido a la obstinación de este sitio se convirtieron en mis prisioneros; los principales y más culpables se le confiaron al general don Francisco Montalvo, quien permaneció encargado del comando de la Plaza y en consecuencia fueron llevados a un Consejo de Guerra, juzgados y condenados a muerte”.
Estas líneas de las Memorias del general Pablo Morillo, premiado con el título de Conde de Cartagena por su benévola Majestad don Fernando VII, deberíamos leerlas con lágrimas de gratitud hacia un vencedor magnánimo y humanitario, y lamentar la actitud ingrata e insensata de los cartageneros que le opusieron tan obstinada resistencia. Es verdad que los defensores de la plaza fusilaban a todo oficial o soldado español que caía prisionero, por dos motivos: no tenían víveres para su propia gente, mucho menos para alimentar enemigos. Y estaban sitiados por un ejército poderoso que los bombardeaba sin compasión y que había bloqueado todas las entradas por donde podrían llegar víveres a la plaza. También ignoraban los “obstinados” cartageneros que el general Pablo Morillo era un buenazo.
Desde su prisión en la Real Cárcel de Cádiz, pocos días antes de ser liberado por la revolución democrática del general Rafael del Riego, escribió Antonio Nariño tres Cartas de un Americano a un amigo suyo. Firmadas con el seudónimo de Enrique Somoyar, fueron sucesivamente publicadas en la Gazeta de Cádiz la última semana de febrero y las dos primeras de marzo de 1820. En la primera de las Cartas, Nariño hace sobre Morillo la siguiente referencia:
“¿De qué les sirve a los americanos que se borre en el Código Sagrado el nombre de colonias, que se llamen las Américas parte integrante y que se les dé un representante por cada quinientas mil almas, si en lugar de ver a Sámano y a Morillo entregados a la indignación y al justo castigo que merecen por sus atroces y bárbaros asesinatos, ven, por el contrario, que se les mandan nuevos auxilios para que continúen saqueando y devastando aquellos lugares infortunados?”
En la Segunda Carta agrega Nariño:
“¿Qué americano, mi amigo, qué español sensible, qué hombre de cualquier país del mundo, que sepa una sola parte de los sucesos de la Costa-Firme en estos últimos cuatro años podrá oír, sin una santa indignación, llamar héroe a Morillo, y decir que su conducta ha sido irreprensible, que ha sufrido sin represalias las atrocidades que sin ejemplo han usado con sus tropas mis paisanos? ¡Dios Omnipotente!, Dios justo: si la virtud que habéis concedido a los míseros humanos para sobrellevar las penalidades de la vida, es la que ha ejercido Morillo sobre mis infelices compatriotas en estos cuatro años,, yo la renuncio ante tu adorable presencia y desde hoy quiero antes ser criminal que imitarla! ¡Acabad, Dios mío con mi triste existencia, más bien que permitir que por un solo instante me le parezca! Estas lágrimas, Señor, que vierten mis ojos al recordar las amarguras de mi desgraciada Patria, bajo su dominación, serán ante tu augusto trono mi única justificación si me engaño.”
Las lágrimas de Nariño son amargas, contrarias a las de gratitud que nos sugieren las Memorias del general Morilla con relación a su actitud generosa con los vencidos de Cartagena, actitud que se repite en el curso de sus Memorias a medida que la Expedición Pacificadora avanza hacia Santafé, y en el curso de la guerra que los esforzados libertadores españoles libran contra los canallas insurrectos que acaudilla el bandido Simón Bolívar.
Pero ¿qué lágrimas deberíamos derramar por el sitio de Cartagena? ¿Amargas o agradecidas? Los relatos de Pombo y de García del Río nos inclinan a compartir la amargura de Nariño por la suerte de su patria en manos de un asesino y ladrón, como Pablo Morillo, que a lo largo de esa guerra sin cuartel, además de la estela de sangre, de muerte y de horror que sembró el Pacificador, acumuló un tesoro con el saqueo a que sometió a los habitantes de la Nueva Granada, de Quito y de Venezuela.
García del Río: “Al día siguiente [6 de diciembre de 1815] ocupó el ejército español la ciudad y los castillos. Morales, que fue destinado a tomar posesión de estos últimos, encontró en el de San Fernando 60 soldados y 2 oficiales, que, a pesar de hallarse tan desfallecidos, trataron de defenderse. Todos fueron pasados a cuchillo, pero murieron todos como hombres. ¡Viva la América Libre! fue la última palabra que pronunciaron sus labios ya al expirar. En los otros castillos y en la ciudad sacrificaron aquellas fieras, el 6 de diciembre, a más de 600 personas”.
Como se advierte, la generosidad del Pacificador Morillo fue amplia. Por un lado ordenó que a los vencidos les dieran sopa, y por el otro mandó que les dieran seco.
Lino de Pombo, que había logrado escapar en una de las goletas, cuenta el final desolador de su aventura: “Algo más de una semana había trascurrido, semana de tormentos físicos y morales de todo género, bajo una atmósfera ardiente y lluviosa, cuando apareciendo el corsario español La Hecha, Capitán Bedoya, procedente de Portobelo, quedó decidida nuestra suerte, quizás menos desgraciada en general que la del resto de la emigración, víctimas en su mayor parte del brutal porte y la insaciable codicia de los desalmados piratas que les servían de conductores. Trasladados a bordo del corsario y tratados con humanidad, sin perjuicio de quitársenos el dinero y las alhajas que llevábamos, se nos condujo presos a Portobelo y de allí a Cartagena, en enero de 1816. Tres de mis respetabilísimos compañeros quedaron comprendidos en la siguiente lista de ciudadanos eminentes y acrisolados patriotas con que inauguró en aquella ciudad su larga serie de fusilamientos oficiales el ejército español, llamado pacificador, tras los degüellos a sangre fría, hasta de mujeres y niños, perpetrados por el monstruo Morales en el Lazareto de Caño del Loro y en Bocachica…”.
Juan García del Río y Lino de Pombo califican de “sanguinario” y “monstruo” al coronel , de origen venezolano, pero español de pies a cabeza, Francisco Tomás Morales, que se había ganado bien ganados esos epítetos desde el año 1812, en que al lado de José Tomás Boves, hicieron la sangrienta campaña que liquidó, a sangre y fuego, la primera República de Venezuela. Sin embargo no podemos cederle a Morales las exclusividad, en lo pertinente al sitio de Cartagena, de esos apelativos halagadores, porque más sanguinario y monstruo que Morales era su jefe Morillo, que le ordenó cometer aquellas masacres denunciadas por los dos cronistas. Morales era cruel, sanguinario y valiente, pero carecía de una virtud en la que su jefe estaba sobrado: la hipocresía, de la cual sus Memorias son un tratado ejemplar.
García del Río concluye: “Mas si las privaciones que sufrió Cartagena son superiores a las de los sitiados de Ismail, y a las de Leida cuando resistía al Duque de Alba, las crueldades con que se señaló a Morillo desde que estuvo en posesión de la plaza, ha justificado cuantas comparaciones se han hecho entre él y el devastador de Holanda”.
El saldo de muerte en Cartagena fue de seis mil ciento treinta caídos por los patriotas, la mitad en combate y la otra mitad por el hambre y las fiebres malignas. Los españoles perdieron mil doscientos cuarenta y cinco hombres, la mayoría en combate. La historia, que suele ser escrita por miembros de la élite, sólo hace hincapié en “los nueve mártires de Cartagena” así destacados por la alta posición social que ocupaban, pero deja invisibles a los otros seis mil que perecieron para sostener la embestida española durante ciento dieciséis días. Los mártires de Cartagena fueron seis mil más que nueve.
Con la toma de Cartagena, el Imperio español creyó afianzada la reconquista de sus antiguas colonias. Ni Morillo, ni la Corte de Madrid pudieron ver en la resistencia tenaz de los cartageneros, y en la que a continuación encontrarían en el interior del país, el epílogo de la colonia y el principio irreversible de la Independencia absoluta que los pueblos americanos de la Nueva Granada, Quito y Venezuela habían decretado a partir de 1810 y por la cual, sin ahorrar penalidades, ni esfuerzos, lucharían, guiados por el genio de Bolívar, durante los nueve años siguientes al sitio de Cartagena, hasta la batalla de Ayacucho que puso fin a la Guerra Magna y que de paso liquidó al Imperio español.
Memorias de Pablo Morillo, Conde de Cartagena, Marqués de La Puerta. Relacionadas con los principales sucesos de las campañas en América de 1815 a 1821. Edición original en francés, Chez P. Dufar, librairie, París 1826. Traducido del francés para la primera edición en castellano por Arturo Gómez Jaramillo, Bogotá, 1950, Senado de la República. Tercera edición, Colección Bicentenarios de América, Fica, Bogotá, 2010. En la presente transcripción, tomada de Fica, hemos corregido algunos errores y añadido los paréntesis complementarios. Debe advertirse que las Memorias de don Pablo Morillo fueron escritas para defenderse de las graves acusaciones que le formuló Antonio Nariño en sus Cartas de Enrique Somoyar, publicadas en la Gazeta de Cádiz (1820).
Antonio Nariño: Noticias muy gordas. Bagatela Extraordinaria, jueves 19 de septiembre de 1811.
Memorias de Pablo Morillo, op. cit. p. 54
Emocionantes relatos de la resistencia de Cartagena al sitio de Morillo fueron escritos por los Cartageneros Lino de Pombo O´Donell, que tomó parte en la defensa de la plaza y la describió en Reminiscencia del Sitio de Cartagena, escrito en abril de 1862, reproducido por Revista Moderna, Bogotá, 15 de julio de 1915, No. 7, pp. 37-49; y Juan García del Río, que recogió el testimonio de varios de los sobrevivientes del sitio, y publicó su estremecedora narración en Londres (1823), reproducida por La Nación, Bogotá, 11 de noviembre de 1887. No. 219, p. 1.