Mancha de la tierra, Capítulo I (fragmento)

 

Enrique Santos Molano

 

 

Primera Parte

Efecto de Sombra

 

I

 

--Vengo a echarle su buen réspice, don Antonio, por su conducta insensata de esta mañana. ¿Cómo se sale su merced a cabalgar por esos campos, en su deplorable estado de salud, contrariando las recomendaciones de su doctor Gutiérrez, y sin abrigarse ni tener ningún cuidado?

              Don Antonio, sin mirar a su reprendedor, asentó sobre la hoja de papel en que escribía, al final de una frase, un gran punto, con tanta fuerza como el intento de remachar un clavo obstinado, y con los aires de satisfacción de quien ha concluido una labor imposible, le contestó al sacerdote regañón

              --¿Cuidado? Pero, doctor Marcos, si jamás lo he tenido, y a estas alturas en que me encuentro más allá que acá, qué caso tendría tener cuidado.

              --Déjese de bromas, don Antonio, que aún puede usted vivir entre nosotros muchos años.

              Don Antonio sonrió con la misma sonrisa maliciosa con que siempre recibió los optimismos inútiles.

              --No, querido doctor y amigo, ya he vivido el tiempo suficiente para poner punto final a la historia de mi vida. Vea su reverencia.

              Con mano arrugada, pero firme, don Antonio levantó la hoja en que escribía cuando entró el doctor Marcos, y dándole vuelta la puso sobre un arrume de dos y media resmas.

              --Estas mil y pico de hojas contienen el relato pormenorizado de lo que ha sido mi vida en los cincuenta y nueve años sin cumplir que tengo de habitar estas tierras. No es solo la historia de mi vida, sino la historia de la vida de todos los que, en el tiempo de José Antonio Galán, emprendimos el camino  en busca de la libertad. Todos ellos se han ido y soy el resto ínfimo de aquella generación de héroes y de sabios que todo lo dieron por el triunfo de su causa. Mutis, Galán, Ricaurte y Rigueiros,  Caicedo, Rieux, Miranda, Vargas, Espejo, Zea, Carbonell, Matica, Policarpa, Barbarita y miles más. Pronto estaré con ellos. ¿Son ya las cinco, doctor Marcos?

              --Sí, don Antonio, su reloj marca las cinco puntuales.

              --Entonces, ya es hora. Espero la visita de una vieja amiga mía, que hace algún tiempo prometió venir en este día y a esta hora.

              El doctor Marcos le dio su bendición a don Antonio, rezó desolado una corta oración, y se retiró silencioso. Una mujer de hermosura celestial entró a la habitación.

              --Matica, Matica, qué bueno que has venido.

              --Te prometí que vendría, Antonio.

              --Estás hermosa como de costumbre, Matica. El doctor Marcos acaba de salir. ¿No tropezaste con él?

              --Lo vi salir, pero él no me vio entrar.

              Don Antonio señaló las dos resmas de manuscritos.

              --Míralas, Matica, por fin las terminé, mis memorias, justo hoy. Pensé que, antes de irnos, querrías leerlas con esa voz inolvidable y sedante con que leías y embellecías en otro tiempo mis escritos.

              Matica tomó el manuscrito, se sentó en las rodillas de Antonio, con amor acomodó como solía la cabeza en el pecho de él, y empezó a leer.

 

                                                                                    **********

 

              A muchos les duraría por el resto de sus vidas el sobresalto que les produjo la sacudida de aquel día en Santafé de Bogotá, la vieja y tranquila capital del Nuevo Reino de Granada. Yo recién había entrado en mis diecisiete años, bien trajinados. Por las diversas circunstancias de mi vida, y las características del círculo con el que ella se relacionaba, conocía el secreto de cómo, cuándo y por qué habría de pasar lo que pasó. El 12 de mayo de 1781, huyendo de una legión de espantos que no lo perseguían, entró en la capital, disfrazado de monje, el teniente don Francisco Ponce de León, oficial del rey, atropelló en la Calle Larga de las Nieves a dos o tres viandantes, y llevó a la Real Audiencia la noticia de dos caras –feliz para unos, desdichada para otros-- de que una cincuentena de rebeldes, armados de fusiles, machetes y azadones, al mando del malvado capitán Ignacio Calviño, derrotaron el 8 de mayo en Puente Real a las tropas leales, comandadas por el oidor don José Osorio, que cayó, con todos sus hombres, prisionero de los rebeldes. Eso no era nada. Acampados en Zipaquirá, veinte mil bandidos subversivos denominados Comunes, que obedecían las órdenes de un Juan Francisco Berbeo, a quien llamaban generalísimo, alentaban la aspiración optimista de avanzar contra la capital y derrocar al gobierno magnánimo de su majestad. Ya sabíamos aquí del levantamiento indígena en el Perú, de los horrores que se decía perpetraban los indígenas insurgentes contra los súbditos españoles o los vasallos americanos, y del sitio que cuarenta mil naturales mantenían sobre El Cuzco,  según los últimos rumores recibidos en Santafé por el administrador de los correos de la ciudad, don Manuel García Olano. Estamos a 9 de junio. Un propio procedente de Zipaquirá viene desalado a la capital, en comisión de su ilustrísima el señor arzobispo don Antonio Caballero y Góngora, para anunciar que los rebeldes del Común, después de firmar con su ilustrísima las Capitulaciones que les garantizan el cumplimiento de sus demandas, han iniciado su dispersión y emprendido la vuelta a sus hogares “pero el bellaco maldito charaleño José Antonio Galán ha desacatado el pacto y sigue en armas con unos trescientos hombres, con los que amenaza atacar la capital”. Noto en el ambiente santafereño una agitación rara, distinta a la que imperó desde finales de marzo, en que circularon las primeras nuevas de un berrinche popular, en El Socorro, donde una joven comunera, la bella Manuela Beltrán, arrancó, pateó y despedazó el 16 del mismo mes un edicto que obsequiaba, en nombre de su majestad, nuevos y bondadosos impuestos a sus súbditos bienamados del Nuevo Reino.

              En los preliminares el Superior Gobierno les restó importancia a los desmanes ocurridos en Barichara, Simacota y Mogotes, que consideró hechos aislados,  normales cuando los vasallos se incomodan por las modestas alzas en los tributos.

              --No son tan aislados--opinó el doctor José Celestino Mutis, recién llegado de una larga estada de investigación en las minas de El Sapo, en Mariquita.

Era una reunión privada, para no llamarla clandestina, el día 11 de diciembre de 1780, en casa del marqués de San Jorge, atendida por la marquesa amable, doña Magdalena Cabrera Núñez de Orbegozo, segunda esposa del marqués. Sirvió ella chocolate y colaciones preparadas con el toque inconfundible de doña Rosalía Loboguerrero de Maza

--Estos hechos son graves y responden a sentir común que el señor regente visitador no debiera mirar con menosprecio, y que el virrey, ausente en Cartagena, no puede apreciar en su justa medida, como seguramente lo haría si estuviera en Santafé. Yo, que he recorrido esas tierras que hoy están en rebelión, y que conozco a sus gentes, sé que el pronunciamiento de Barichara, Simacota y Mogotes no es un hecho aislado, ni espontáneo—y se cruzaron con el marqués de San Jorge miradas de complicidad socarrona.

              La reunión se ofrecía en homenaje al doctor Francisco Antonio Moreno y Escandón, Fiscal de lo Civil y Protector de Indios de la real Audiencia de Santafé desde 1776, y promovido (muchos pensamos que “desterrado”) como Fiscal de lo Civil a la Audiencia de Lima. Asistimos, además del agasajado, del agasajador, señor marqués de San Jorge, y del doctor José Celestino Mutis, médico botánico eminentísimo y nuestro maestro de ciencias y matemáticas, Fray Ciriaco de Archila, secretario y confesor del marqués; el acabado de llegar de Popayán donde, por comisión del visitador Gutiérrez de Piñeres, ejercía el cargo de contador de la Real Casa de Moneda, don Manuel de Bernardo Álvarez del Casal, mi tío, y yerno del marqués; mis grandes amigos el primogénito del marqués, y nueve años mayor que yo, Capitán de los Caballeros Corazas, José María Lozano; José Caicedo y Flórez, abogado de la Real Audiencia, alcalde ordinario de Santafé en 1774, y regidor de la ciudad, me profesaba amistad especial, no obstante los diecisiete años de edad que me llevaba;  Pedro Fermín de Vargas Sarmiento, estudiante del Rosario y condiscípulo en las clases privadas del doctor Mutis; mis compañeros de la infancia, Luis y José María Ayala y Vergara, hijos del amigo inseparable de mi padre, mi padrino don Antonio Ayala, fallecido, antiguo Tesorero Oficial Real; Bernabé Ortega y Mesa, hijo del antiguo Alcalde de Santafé e ilustre criollo, don José Ignacio de Ortega y Salazar; su cuñado, el Agente Fiscal de la Real Audiencia, doctor José Antonio Ricaurte y Rigueiros, que aun llevaba luto por su esposa, Mariana Ortega y Mesa, muerta un año atrás;  don Manuel García Olano, director de la Administración de Correos, esposo de mi tía Dolores de Bernardo Álvarez del Casal; Salvador Cancino, inspirado músico, amigo de mi infancia; y el que escribe y suscribe, Antonio Nariño y Álvarez, hijo del antiguo Contador de las Cajas Reales, el gallego don Vicente Nariño y Vásquez, fallecido, y de la nativa de Santafé, doña Catalina de Bernardo  Álvarez del Casal, viuda venerable con siete hijos a su cargo. Aguardábamos a alguien más, y en el entretanto se animó la discusión.

              --Claro que no son hechos aislados --dijo recio el marqués de San Jorge--son el resultado del abuso, de querer sacarles a los súbditos lo que ya no tienen, ¿o no lo cree así vuestra merced, Francisco Antonio?

              Fingiéndose prudente, el fiscal Moreno y Escandón meneó su cabeza de un modo que bien podría ser de asentimiento o bien el producto de un ligero sopor. Para no decir palabra, tomó un sorbo del chocolate espumante de mi señora Magdalena y nos incitó a imitarlo. El teobroma espoleó en el doctor Moreno y Escandón un efecto contrario al que buscaba, le agilizó la locuacidad y dijo

              --Mucho nos hemos esforzado con el doctor Mutis y el señor marqués para atemperar los desmanes del régimen colonial. Dios lo sabe.

              --Es testigo fiel--corroboró el doctor Mutis.

              (No pude sino reír para mis adentros por la hipocresía con que mis queridos maestros adornaban sus pensamientos y sus hechos)

              --Y también nos ha dado su aprobación el señor virrey, hombre de ideas... digamos... generosas... generosas (iba a decir... vamos... liberales... pero esa es una mala palabra). Don Manuel Antonio Flórez, como su antecesor, el señor don Manuel Guirior, ha respaldado nuestros proyectos de reforma en la educación, contra el parecer de la Real Audiencia, que obra en desacuerdo con los dictámenes de su majestad. Carlos III es un rey de mentalidad abierta, de ideas generosas, ilustradas, y se deja aconsejar de los hombres sabios y prudentes como nuestro hermano... como el señor Conde de Aranda, y el Primer Ministro, conde de Floridablanca, a quienes Dios guarde

              --Amén--exclamamos en coro

              --Pero—continuó el doctor Moreno y Escandón-- desde que llegaron su ilustrísima el señor arzobispo de Santafé, don Antonio Caballero y Góngora, y el señor visitador real, don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, y el señor virrey se marchó a Cartagena, hemos retrocedido y la generosidad se ha replegado ante la testarudez y la intolerancia. Ese hombre, Gutiérrez de Piñeres, cree que nuestro pueblo sólo vive para cagar impuestos... excúsenme ustedes… pero la providencia pone en este mundo a unos hombres destinados a salvar las naciones, y pone a otros destinados a perderlas. Y el doctor Gutiérrez de Piñeres es de estos últimos--El Fiscal apuró el último sorbo de su chocolate.

              Uno de los rincones donde Pedro Fermín de Vargas y yo permanecíamos era la Real Biblioteca de Santafé, fundada por el virrey Manuel Guirior en apoyo al plan de reformas educativas presentado por el doctor Moreno y Escandón, e inaugurada por el virrey, don Antonio Flórez, el 9 enero de 1777. Los trece mil libros que antes de su expulsión guardaba la Compañía de Jesús en el colegio de San Carlos, costado sur de la Primera Calle de la Esperanza, formaron el patrimonio inicial de la Real Biblioteca, cuya sede en la misma casona del colegio donde hice mis dos únicos años de estudios, fue para los dos, nuestro santuario peculiar. Allí nos embebíamos en la lectura de tratados de economía y filosofía, de historia y de literatura, en griego, en latín, en francés y en inglés; pero los libros que alteraron nuestra visión de la vida no los leímos en la Real Biblioteca, sino en las bien nutridas de mi tío Manuel y del marqués de San Jorge. Unos ocho o diez meses antes de los motines de Barichara, Simacota y Mogotes, nos citó mi tío Manuel a su casa en vísperas de viajar a Popayán.

              --Me acaban de llegar de Europa estas obritas, que he hojeado al vuelo y que serían interesantes para ustedes.

              Nos entregó una en francés, titulada Histoire Philosophique et Politique des Etablisements et du Comerce des Europeens dans les deux Indes, escrita por el abate Guillaume Tomás Raynal; y otra en inglés: An Inquire into the Nature an causes of the Wealth of Nations, escrita por el escocés Adam Smith. Estas obritas, como las llamaba tío Manuel, que juntaban entre las tres quince volúmenes, fueron digeridas por Pedro Fermín y por mí, a comienzos de 1779, en tres meses de lectura permanente, con cortas soluciones de continuidad en las horas de las comidas, y en las moderadas que dedicábamos a dormir. Ellas, junto con el Common Sense, de Thomas Paine, nos mostraron el panorama completo de las ideas y los sistemas filosóficos que estaban comenzando a cambiar el mundo y que habían prendido una revolución popular en las colonias inglesas de la América del Norte, que esparciría sus llamas al resto del continente.

              A las nueve horas del domingo 10 de diciembre de 1780, el doctor Bernabé Ortega y mesa, joven abogado de la Real Audiencia, con tono esotérico, que no le conocía, nos invitó a desayunar en la Casa del Mesón, a Pedro Fermín de Vargas y a mí, y entre sorbo y sorbo de chocolate nos indicó que estuviéramos en casa del marqués de San Jorge mañana lunes 11, a las seis de la tarde, en punto, “y guarden el secreto más estricto, ni una palabra a nadie”. Quedamos a la expectación de no sabíamos qué.

Llegamos con Pedro Fermín a la casa del marqués, a la hora señalada por Bernabé Ortega. Ya presentes las personas que mencioné, se inició la  conversación animada que entretuvo la espera de “cierta persona” indefectible para dar comienzo a los asuntos verdaderos que nos reunían.

Doña Magdalena preguntó a los que habían apurado su primera taza de chocolate, si “les provocaba” repetir. Aceptación unánime dio lugar a que cuatro de las criadas de la marquesa hicieran una ronda reincidente de la bebida, aromática, espumosa y humeante, taza por taza, en las de los trece comensales. Tomó la palabra el doctor José Antonio Ricaurte.

--Convenimos en que Gutiérrez de Piñeres es un insensato y un opresor; pero, amigos míos, el visitador no es sino un instrumento, el ejecutor de unas órdenes  que se le han impartido, y que debe cumplir con estricta fidelidad, so pena de caer en desgracia. Podemos sacudirnos al visitador, y seguiremos igual. La opresión está más arriba y si queremos ser libres, es de la corona de España de lo que debemos prescindir.

Silencio, ¿asombro y pavor en los doctores Mutis y Moreno y Escandón, que como español europeo el primero, y funcionario criollo, el segundo, no podían escuchar aquel discurso sin incurrir en traición a su majestad? Lo escucharon y callaron por unos segundos. El doctor Moreno y Escandón se había quedado con la taza de chocolate empuñada a milímetros de sus labios, como congelado; el doctor Mutis hundió su frente poderosa en su mano izquierda, se acarició las sienes, y respondió al doctor Ricaurte que si los americanos decidían ser pueblos libres de la tutela de España, nada se los impediría, mas debían medir su disposición a los cambios impredecibles que un partido de tal naturaleza implicaría, y si estaban maduros para ser sus propios soberanos. El doctor Moreno y Escandón descongeló el movimiento de su mano, remató el sorbo pendiente, abandonó la tasa en una mesita enfrente de su sillón, y añadió que aún era imposible medir cuán aprontados nos encontrábamos para ser independientes, y agregó enigmático “quizá pronto lo averiguaremos”. No quiso explicar el sentido de sus palabras, ni ninguno de los presentes se lo solicitó.

Tres golpes que aporrearon el portón vetusto de la casa del marqués nos hicieron dar un solo brinco a los trece conjurados (¿por qué los llamo conjurados?). Don Jorge Miguel Lozano y su hijo bajaron a abrir y volvieron en compañía de dos hombres embozados. Uno de ellos cargaba una maleta, pesada de apariencia, que depositó en el piso. Los nuevos huéspedes descompletaron, para alivio de todos, el número de la mala suerte, y nos fueron presentados por el señor marqués como

--El doctor Luis Francisco de Rieux y Sabaires, médico francés que viene de Cartagena, donde el virrey lo ha llamado para adelantar la organización del hospital—que descubrió su rostro simpático, con una barba corta, sedosa y cuidada y unos ojos azules e inquietos, reveladores de las cavilaciones y las esperanzas de un espíritu inconforme

--y don Ignacio Bermúdez de Castro, súbdito español peninsular, que es leal a nuestra causa…

--Perdón, marqués –interrumpió el doctor Mutis con tono chocarrero-- ¿A qué causa se refiere vuesa merced?. ¿A qué causa puede ser leal un súbdito español si no es la de su majestad?

Un silencio locuaz se paseó por el aposento. Las miradas  acosaron al marqués, pendientes de la contestación pertinente que le daría a la pertinente pregunta del sacerdote gaditano. El doctor Mutis sonrió con benevolencia.

--Ah… no he querido poner en aprietos a nuestro benemérito anfitrión. Hice la pregunta porque ninguno, o casi ninguno de los que estamos aquí, tenemos la menor idea de a qué causa se refiere el señor marqués—dijo el doctor Mutis poniendo cara de inocente.

--Vous avez raison, monsieur—intervino el doctor de Rieux—permítanme ustedes, s’il vous plait, que yo responda a esa pregunta. La causa superior –hablaba un español sin gota de acento- a que pertenece don Ignacio Bermudéz de Castró, y pertenezco yo, y pertenecemos muchos hombres en Europa y en los Estados Unidos, es la causa de la fraternidad universal, de la libertad y de la igualdad entre los hombres. La causa por la cual luchan los heroicos soldados de George Washington, y por la cual estaremos en pie todos los ciudadanos del mundo nuevo que la razón, las ciencias y la filosofía están pariendo, como bien lo ha dicho Thomas Paine. Voila!

              Lo escuchamos hasta las once de la noche. Lo escuchamos golosos de sus palabras revoltosas. Fray Ciriaco, acometido por arrebatos que le hacían brotar lágrimas de exaltación, se frotaba las manos a cada párrafo del médico francés. El doctor José Antonio Ricaurte, Pedro Fermín y yo, sabedores de a dónde nos llevaba  aquello, habíamos leído en los libros del abate Raynal y de Thomas Paine las ideas expuestas por el doctor de Rieux, sintetizadas en los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad entre los hombres, heraldos de la mutación drástica que habría de efectuarse en el orden político y económico, y de que el mundo hasta entonces conocido, el mundo de la aristocracia, de la monarquía y del feudalismo, sería barrido por la escoba nueva del liberalismo y de la democracia. Lo novedoso vino al anunciarnos el doctor de Rieux que, como en todo cambio de esa magnitud, el que “nos proponíamos” tropezaría con la resistencia feroz, cruel y decidida de los poderes establecidos, de donde quienes “estábamos comprometidos” corríamos peligros serios y reales. Y ello exigía una organización clandestina que permitiera, “a quienes luchábamos por el nuevo orden” actuar con la seguridad posible.

              --Esa organización, mes amis, se llama la Masonería –-Y leyendo en las labios inmóviles de sus oyentes la pregunta-- ¿Qué qué es la ma-so-ne-ría? La masonería es la organización a la que pertenecemos los masones, que a nuestro turno somos una agrupación de hombres unidos por la fraternidad universal, por la creencia de que todos los hombres, de cualquier raza, religión o credo al que pertenezcan, son hermanos, y que el Supremo Arquitecto nos ha hecho libres e iguales. Los masones respetamos la moral y la ética, somos capaces de vivir con rectitud y de morir con valor y dignidad por nuestras convicciones, la principal de las cuales, como he dicho, es la fraternidad humana.

              --¿Cómo puede la masonería -–me atreví a preguntar— garantizar a sus miembros esa seguridad de que usted habla, doctor de Rieux?

              --Voici, mon très, très jeune ami… Por el secreto. El se-cre-to es la base de nuestra seguridad. La masonería es una organización secreta, invisible, que actúa sin ser vista, ni oída.  Ustedes no han estado aquí, no me conocen, yo no los conozco, no se conocen entre sí, pero… son hermanos masones, o lo serán, porque todavía no han prestado el juramento. Serán iniciados, y acatarán lo que dispongan sus hermanos maestros de nuestra orden, los doctores Mutis, Moreno y Escandón y el señor marqués de San Jorge. Ellos los van a conducir por el camino recto que traza la sabiduría del Supremo Arquitecto, y en su momento les tomarán el juramento, le serment, que los hará miembros de la masonería. Pour le moment, les he traído unos libros…Monsieur Bermudéz, s´il vous plait

              Bermúdez de Castro abrió la maleta mencionada, repleta de libros. El doctor de Rieux nos entregó diez y siete volúmenes de L’ Encyclopédie, publicada entre 1751 y 1765  gracias al genio y al empuje de dos franceses, Diderot y D’Alembert, y de la que los trece nuevos hermanos masones del Nuevo Reino de Granada sabíamos como de algo  fantástico, de acceso imposible para nosotros. Aquella leyenda estaba ahí, hecha realidad. Diez y siete volúmenes gigantes, más nueve que componían el Recueil de Planches sur les sciences, les arts libéraux et les arts mechaniques, avec leur explication, publicados entre 1762 y 1772; y más cinco del Supplément y dos de la Table Générale, publicados entre 1776 y 1780. Con razón el señor Bermúdez de Castro había sudado la gota gorda para bajar de su burro la maleta, que pesaba menos por el continente que por el contenido de los 33 volúmenes, y cargarla hasta la sala de recibo de la casa del marqués.

              --En su elaboración trabajaron los más importantes filósofos y hombres de ciencia de la nouvelle France, de la nueva Francia, que le abrirán al mundo las ventanas del porvenir—concluyó el doctor de Rieux .

              No sé por qué me asomé a la ventana, no para ver el porvenir, sino por algún deseo caprichoso de escudriñar la calle, y como había noche de luna, pude observar en las esquinas de la calle del Puente de Lesmes con la de San Francisco Javier a dos hombres que aparentaban vigilar la casa del marqués de San Jorge, y que bregaron a ocultarse cuando oyeron un tap tap contra el adoquinado y surgió la luz de una linterna que sostenía en su mano derecha El Pecado Mortal.

              Pedro Fermín me llamó aparte para decirme

              --Ese Bermúdez de Castro es el mismísimo Ignacio Calviño. Al fin lo tenemos a mano y esta vez no podemos dejar que se no escape.

              Cuando fuimos a buscarlo en la mañana, ya no estaban ni él, ni el doctor de Rieux. Calviño, o Bermúdez de Castro, había seguido para Charalá, y el doctor de Rieux se regresó a Cartagena, nos dijo El pecado Mortal.