AUV posa ante las cámaras en su reciente viaje a España. Según parece, su sastre es el mismo que le escribe su plataforma política: un desastre total.

 


PROCLAMA

La poesía es un acto

subversivo de la imaginación

por medio del cual derrocamos la realidad establecida

rompemos la inmoral y las malas costumbres

y hacemos copular a mariposas y margaritas.

 

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  • Ejemplar #14, septiembre de 2005   

     

    Crítica Literaria

    Adiós Panamá, de Enrique Santos Molano

    GUILERMO RUIZ LARA, Director del Boletín de la Academia Colombiana.

     

    Tomado de: Tomo LV, Números. 223-224, enero-junio 2004, pp. 227-229, Bogotá-Colombia.

       No habíamos tenido oportunidad de comentar en la revista de la Academia la producción literaria de Santos Molano contenida en los libros anteriores a este que ahora glosamos. Con su primicia, El Corazón del Poeta –cuya primera edición entregó Nuevo Rumbo Editores a la vista del público en 1992—y con sus biografías entre ellas la de Nariño. Santos Molano se consagró en el campo de la historiografía colombiana como uno de los más despabilados, sagaces, juiciosos y honestos investigadores de esta época. En esas obras se advierte la obstinación inquisidora y el esmero del autor en cada una de las indagaciones; y el cuidado de no emitir juicios que no descansen en pruebas documentales fehacientes, en testimonios irrecusables   La vocación literaria en Santos Molano es don atávico. Como heredero de plumas consagradas se luce como todo un escritor de pluma fácil e irreprochable. Sin embargo, importa distinguir en ese menester al investigador del periodista. Como investigador goza de prestigio. Nadie le niega la seriedad de sus trabajos de historia o de crítica literaria, ni la objetividad de sus juicios, ni la honradez con que los presenta a sus lectores, así no satisfaga con sus planteamientos a la totalidad de los lectores, como que todavía zumban por ahí algunos tenazmente aferrados a viejos prejuicios. En cambio, como periodista y comentador político no siempre es suficientemente objetivo. Y eso es explicable: Su habitual columna en El Tiempo es una de las llamadas “columna de opinión” que los periódicos reservan a escritores conocidos, para que glosen el acaecer de cada día desde su punto de vista y de acuerdo con su personal criterio. En este caso, Santos Molano escribe sus notas desde la óptica de un partido que es el suyo. El escritor que polemiza desde la perspectiva de una agrupación partidista, sea esta cual fuere, corre el riesgo de no ser imparcial en sus apreciaciones, ni equidistante en el examen de posiciones contrapuestas. Por lo que vemos y hemos visto, Juan Amarillo –seudónimo de nuestro escritor—no polemiza con pugnacidad ni hace alarde de pasión banderiza, pero a veces suele mirar los acontecimientos y los personajes del mundo político a través de sus espejuelos, empañados a menudo con el vaho de anacrónicos sectarismos.

       Como historiador, Santos Molano es otra cosa: un apasionado inquisidor de la verdad. Se desvela por hallarla más allá del fenómeno de las apariencias En arduas y cotidianas pesquisas procura desbrozar de estorbos y espejismos el camino de la búsqueda, y luego desnuda la verdad que halla y la ofrece así, escueta, sin ambages, para deleite y sorpresa de los lectores desprevenidos, o para enfado de aquellos otros aquerenciados en su trastienda ideológica. A veces reafirma las denuncias con vehemencia. En la biografía de Nariño, por ejemplo, desenmascara el coro de leguleyos y cagatintas  que amargaron los últimos días del Precursor como voceros del implacable resentimiento de un prócer envidioso y mezquino. En El Corazón del Poeta, para hacer la radiografía del ambiente social del siglo XIX como marco histórico de la vida y de las vicisitudes de la familia Silva, desnuda la moral de apariencia de la burguesía encopetada de la época, y pone en descubierto la malignidad y la codicia de aquellos viejos Suárez Fortoul –tíos de José Asunción—que no se pararon en pelillos de conciencia para urdir asesinatos y achacarlos a oscuros salteadores, y luego despojar de su herencia a su hermano don Ricardo Silva Frade, prevalidos de su status social y político y apoyados en la rabulería de jueces y litigantes amamantados con la leche de la más alta calidad santanderista. Con la salvedad de la suposición demasiado aérea del posible asesinato de José Asunción, en vez del suicidio, todo lo que se lee en ese denso libro es exposición verídica.

       La bibliografía relativa a la separación de Panamá es variada y extensa. Sobresale en ella como el más completo e imparcial estudio histórico conocido, la obra ya clásica de Eduardo Lemaitre, Panamá y su separación de Colombia (Bogotá, 1972, Italgraff S.A.) que sin duda agota la materia. No obstante, en el año pasado y con ocasión del centenario de la separación del Istmo abundaron en periódicos, revistas, ensayos y libros relativos a este asunto, como este Adiós Panamá y un libro de Oscar Alarcón que explaya en sus páginas la sentencia comprimida en el título Panamá siempre fue de Panamá.

       Con nuevas indagaciones que se remontan al segundo decenio del siglo XIX, y a los planteos de Jefferson sobre la posibilidad del canal en el Istmo panameño, y a las primeras manifestaciones del ansia imperialista de los Estados Unidos, Santos Molano reafirma su convencimiento de que el desgarrón del territorio sufrido en 1903 se produjo, entre otras causas, porque en la intimidad del alma colectiva del pueblo panameño jamás arraigó en su pleno sentido la nacionalidad colombiana. La clarividencia aquilina de Bolívar sí captó en su exactitud y en todos sus alcances la vocación imperialista de los Estados Unidos; y por eso concibió el Congreso Anfictiónico de Panamá como instrumento gestor de la unidad y defensa de los pueblos iberoamericanos, sin la concurrencia de los Estados Unidos. Pero aquí no lo entendieron y dejaron correr las aguas por debajo de los puentes, al punto que en 1830, en el mismo año de la muerte del Libertador, se produjo el primero de los cuatro intentos separatistas, cuya secuencia culminó con el último y definitivo de 1903. Así, pues, no hay riesgo de incidencia en grave despropósito si coincidimos con el autor en que “panamá nunca fue de Colombia”.

       Esa realidad sociológica y la multiforme presión del imperialismo constituyen el eje causal de la separación de Panamá, aunque es verdad que fueron muchas las causas concomitantes, entre otras, la pachorra y la debilidad del gobierno; los desastrosos efectos de la ‘guerra de los mil días en el Istmo; la quiebra de la compañía francesa y el desastre de Lesseps; y todo un rosario de intrigas, villanías y traiciones. Pasan por las páginas de este volumen siniestras figuras, la del aventurero Bunau-Varilla; la del cartagenero Amador Guerrero convicto de felonía; y la del general boyacense Esteban Huertas que arrió la bandera colombiana que había jurado para ponerse con sus tropas al servicio de los separatistas.

       El gobierno de Marroquín, desgastado e impotente, no tuvo –ni podía tener—los recursos ni las condiciones estratégicas que le permitieran repeler a tiempo y con fortuna el zarpazo de Teodor0o Roosevelt. No obstante, la responsabilidad del magno error de haber nombrado gobernador de Panamá en ese momento crucial al señor Obaldía no tiene exculpación posible. Como apuntó con fino humor Eduardo Lemaitre, el anciano e irresoluto presidente aplicó con tamaño desacierto –acaso sin quererlo—el viejo aforismo castellano de “al ladrón darle las llaves   Santos Molano ratifica el convencimiento de que es necedad la atribución de la culpa de la separación de Panamá a la improbación del tratado Herrán-Hay y a la vehemencia con que el señor Caro lo impugnó en el Senado, juzgándolo gravemente lesivo de la soberanía nacional Estos hechos no fueron la causa de la separación, pero sí el detonante que hizo explosión en el ambiente separatista y le abrió el paso a la intervención armada del imperialismo yanqui.

    Con este volumen, Santos Molano ha dado airosamente un paso en la escala ascendente de su prestigio.