A propósito de la paz en Colombia

 

Juan Carlos del Castillo

 

Pensé largamente si podía permitirme la licencia de decir públicamente lo que ahora digo. No había yo nacido y ya mis ancestros cargaban con el estigma y la desgracia de la que padecemos tantos colombianos. Apenas iniciaba el 8 de septiembre de 1949, cuando en el recinto de la cámara de representantes irrumpieron las armas y fue estremecida la madrugada por un intenso tiroteo.

Un muerto y tres heridos. Mi padre fue uno de los protagonistas de esa demencial violencia. Tal vez por eso detesto las armas, he repudiado y huido del laureanismo y sus nuevas versiones, no resisto la violencia, los golpes, los gritos, los insultos y las injurias. Milité muchos años en la izquierda, pero me cansé de esa opción, por su debilidad ética frente al fanatismo, el odio y la violencia, y de su convicción - no de la necesidad de la justicia social- sino de que la violencia es la real partera de la historia. Anoche, 24 de agosto, me conmovieron hasta las lágrimas, dos personas: Humberto de La Calle e Iván Marquez. Dos colombianos que se estrecharon la mano en un acto de reconciliación. Mostraron que la grandeza, la responsabilidad histórica, la sensatez y el destierro del odio enfermizo, son posibles.

Pensé, que hubiera sido hermoso que mi padre estuviera vivo, que me hubiera abrazado presenciando este momento, que ya no se enorgulleciera de esa noche fatídica, sino de esta noche de esperanza, que hubiésemos llorado juntos y nos hubiésemos reconciliado y que ambos aceptáramos que esta generación, la de sus nietos y la de mis hijos tienen derecho a salir de la maldición de la sangre, y eso nos haría más valientes y sensatos.