La singular galería de arte
de Mario Manrique
Mario Lamo Jiménez
Mario Manrique no es el escultor común que uno esperaría encontrarse en su taller, tal vez lleno de estudios, teorías y técnicas para elaborar su trabajo. Para empezar, Mario no tiene un taller, su casa entera le sirve de taller y Mario no ha hecho estudios formales de arte.
Su hogar es una singular galería de arte, donde sus esculturas en mármol y madera (especialmente en madera), cubren literalmente cada esquina de la casa. Mario nos cuenta que después de verse jubilado, “para no aburrirse”, empezó hace dos años a desarrollar su vena artística. “Veía un palo en el monte y ya me estaba imaginando cómo convertirlo en algo más”. Y en “algo más” convirtió verdaderamente ramas, troncos, palos y cuanto pedazo de madera cayera en sus manos de artista: su casa está repleta de animales fantásticos y cotidianos, esculturas de personas, parejas, escenas de la vida diaria y seres de otro planeta; hasta un calvario con Jesucristo y los dos ladrones, de marcados rasgos muiscas, todos ellos con una peculiaridad extraordinaria: Mario Manrique, aunque no trata de imitar a Picasso, ha hecho con sus manos y la madera unas figuras que parecen salidas de un cuadro de este gran creador.
Pero Mario nunca fue ajeno al arte. Por más de 60 años se dedicó al trabajo de construcción y restauración de iglesias, así como de construcción en general en Villa de Leyva y áreas vecinas. “Yo construí medio pueblo”, dice Mario, orgulloso, refiriéndose a Villa de Leyva.
Nativo de Soatá, y poseedor de una habilidad innata y extraordinaria para la construcción, era llamado matemáticamente siempre que había que construir una iglesia, ya que con su toque mágico, levantaba arcos, planeaba domos y erigía vírgenes en los techos más altos y peligrosos de cualquier iglesia.
“Eso si era arte”, dice Mario con una sonrisa de resignación, “pero ya no se construyen iglesias, es cosa del pasado”, continúa, mientras me muestra una escultura en mármol marrón, extraído de las canteras cercanas a Villa de Leyva. Con agilidad, a pesar de su edad, se trepa en una caja y baja la pesada escultura de un estante. Allí se ve una pareja abrazándose. A simple vista todo lo que se observa es una mujer alta, de sombrero, abrazada por un hombre más, pequeño, también con su respectivo sombrero, típico de la región, porque a boyacense que se respete no le ha de faltar un buen sombrero. Sin embargo, cuando Mario comienza a girar la escultura, vemos que la mujer tiene una cara por detrás y otra por delante (aunque no se sabe cuál es el frente ni cuál la parte de atrás de la escultura), y que por un lado, una parte negra del mármol se convirtió en un perro y que de repente, el sencillo abrazo, tiene un gran simbolismo sexual. “A mi mujer no le gustó esta parte”, dice Mario con una risita burlona. Y, en esa parte, vemos la mano del hombre acariciando el seno de su querida. Mario me dice que mire más en detalle, algo que no alcanzo a captar. Me lo señala y dice, ¿qué le parece? En ese momento no veo nada, pero cuando miro la foto de la escultura, se distingue claramente un pene erecto con su respectivo equipaje, perfectamente camuflado contra el cuerpo de la mujer.
Así es que me sigue mostrando una serie de esculturas, que según el lado por donde las mire, son un mono o una culebra, o una anciana comiéndose una fruta que lleva a su hija en la espalda, aferrada sus naguas. Una pieza de la que Mario está especialmente orgulloso, es la que ha bautizado “La Enana Karateca”. De un tronco logró sacar la imagen de una mujer que está mandando un golpe de karate con las manos, mientras que levanta un pie para apoyarse y no perder el equilibrio.
Y, he aquí una de las singularidades de las esculturas de Mario Manrique, las cuales él explica en detalle y de las que se siente orgulloso: sus esculturas no solo cobran vida desde diferentes ángulos, sino que además, al rotarlas, se siguen parando por sí mismas, sin caerse. ¿Cómo lo hace? “Con observación y mucho cuidado de la madera”. Y, finalmente, Mario me da uno de los detalles más sorprendentes de sus esculturas: “Todas son de una sola pieza y de acuerdo a la forma de la madera es que sale la escultura”. En otras palabras, la misma naturaleza le dice a Mario qué es lo que va a esculpir. De allí sus seres extraordinarios, con varias piernas, o con brazos que les brotan del cuello, ¡tal como se lo dictó la naturaleza!
Parte de esta charla tiene lugar en su casa, parte en el frente de la misma que sirve de tienda, donde su señora, doña Flor Manrique, vende deliciosos tamales, humeantes envueltos de maíz y además regala mucha alegría, todo esto adornado por las esculturas de su marido.
Mario se sienta en una banca en la calle al frente de la tienda y me dice pícaramente mientras me muestra una de sus esculturas: “A las señoras que pasan les ofrezco en venta este pajarito, pero como que no me toman en serio”.
Finalmente le pregunto qué piensa hacer con sus esculturas, y él me responde: “Mi sueño es hacer una exposición con ellas, a ver si usted me ayuda a montarla”.
Es así que me comprometo a ayudarle a que sus esculturas lleguen a una galería local, para que el público pueda conocer la obra de este escultor colombiano, quien en sus últimos años logró a sacar a flor de piel ese artista que había llevado dentro por toda una vida.
“Me dicen ahora dizque soy artista, pero qué va, yo llevo el arte dentro, imagínese todo lo que habría hecho si en vez de empezar hace dos años, hubiera empezado hace sesenta…”
Y así es, en dos años, Mario ya hecho una obra vibrante y meritoria, que le ha no solo llenado el tiempo vacío, sino que ha sacado a la vida todo un imaginario en el que recoge tradiciones indígenas y españolas, además de su talento artístico que hibernó por décadas.
Una escultura... ¡de tamaño monumental!