EL OTOÑO DE GABO
Hécto Peña Díaz
García Márquez se hizo viejo, cumplió 85 años el 6 de marzo y quizá la muerte ronde ya la puerta de su casa en México. Freud decía que la vejez es un paulatino retiro de muchas cosas, una lenta preparación para el último viaje por lo que, como pregona el verso de Antonio Machado, el pasajero debe ir a bordo ligero de equipaje.
Gabo fue para una generación de colombianos la voz de una especie de profeta, una conciencia crítica del poder, de los vicios y desigualdades de nuestra sociedad. Las noticias no confirmadas cuentan que está muy enfermo, que en las reuniones saluda dos veces a la misma persona, que la linfa mala se volvió dulce en su cuerpo. Da la impresión que lo llevan y lo traen pero lo definitivo es ese aire ausente, el mismo que le vimos cuando el mundo le celebró sus 80 años en Cartagena y Aracataca. Hay viejos de viejos como Fidel Castro (que tiene un año más que Gabo), Oscar Niemeyer o Nicanor Parra que parecen inmortales y asombran con su vitalidad y lucidez.
A Gabo hay que recordarlo en la plenitud de su mostacho negro y su voz de encantador de auditorios, hay que reivindicar al humorista corrosivo, al repentista fabuloso, al iconoclasta que no dejaba títere con cabeza, al hombre solidario que la reacción quería encarcelar y tuvo que exiliarse, al cómplice de sueños editoriales y causas perdidas; hay que celebrar al laborioso y genial escritor con una máquina vieja y un paquete de cigarrillos como toda logística, al que vino de la sima a la cima a través de las palabras, al hombre que se hizo a sí mismo con una fe de carbonero y una disciplina de hierro que son ejemplo de que se pueden alcanzar los sueños sin esperar magias de última hora.
Gabo es parte del mejor lado de lo que somos: la entraña viva del pueblo, una fragua mestiza que determina en mucho el carácter de nuestras gentes, una vivacidad provinciana que en su cantera literaria se transformó en una virtud universal. ¡Que bueno ser de esta época y, sobre todo, haber sido y seguir siendo sus lectores!
Pero Gabo ya no es solo nuestro, ni siquiera mexicano o de América Latina, es una referencia y una inspiración para muchos escritores y lectores en el mundo, un hombre que alcanzó la inmortalidad en vida, una vida que se apaga con lentitud, que nos permite olvidarnos del personaje y quedarnos con la materia que de verdad trascenderá, su obra, en especial Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba y sus cuentos de esa época como Isabel viendo llover en Macondo.
En la película de Woody Allen: Medianoche en Paris, la fantasía del escritor que Allen siempre ha querido ser en contrapunto con el guionista que es y que ironiza, lo lleva a querer vivir en la época en que eran jóvenes sus admirados Hemingway y Fitzgerald; en el film los de la época del Gran Gatsby quieren vivir en la Belle Époque como si todo tiempo pasado fuese mejor. Parodiando ese juego, el más grande homenaje que se le puede y debe rendir a Gabo (incluso al mismo Allen) es proclamar que no quisiéramos vivir otra época porque nos hubiésemos perdido el privilegio de conocerlos y ser sus contemporáneos.
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