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                   ATISBOS ANALÍTICOS

         

                CUANDO LA VIDA HUMANA NO

     CABE EN EL CUERPO SOCIAL QUE HABITA

         

Humberto Vélez Ramírez

A propósito de una feliz navidad


El lluvioso pasado 6 de diciembre, en todas las esquinas afectivas de todas las ciudades y pueblos y zonas rurales de Colombia, temblorosos y nerviosos, entre grises y oscuros, se agitaron millones y millones de pañuelos invitando a ahondar los odios de las violencias, que son unos odios comunicantes, que con solo tocar un corazón se irrigan en los de la patria entera, sobre todo en los de los niños y niñas que se están abriendo a la vida.
Ha sido así como, a la manera de Durheim, quien en su propuesta de cambio sociológico, propuso redimir las perversidades de la sociedad moderna retornando a la sociedad tradicional, los colombianos y colombianas continuamos insistiendo en derrotar las violencias presentes alimentándolas con los voraces odios pasados, odios todavía supérstites en los entresijos del inconsciente. Ha sido así como, de nuevo, hemos oxigenado la cultura de las violencias, aquella cultura de la que, en tantas ocasiones, hemos abjurado y a la que hemos rechazado como ajena a nuestra peculiar índole histórica colombiana. Ese 6 de diciembre, decididos y anhelantes, habríamos marchado por todas esas esquinas reales y simbólicas si la caminata se hubiese orientado a exigirles al gobierno y a las farc que descendiesen desde los condicionamientos maximalistas y diesen un PASO, EMPIRÍCAMENTE CONCRETO Y ESPECÍFICO Y SIGNIFICATIVO, para ponerle fin en el terreno de la política a esta guerra interna, que continuará afectando de modo grave al país, y sobre todo ahora cuando los Generales han aprendido que no perderán la guerra y los farquianos han evidenciado que, por enorme que sea su capacidad de adecuación y de resistencia, tampoco la ganarán. Pero que todavía la tienen en alto grado, por estos días el propio presidente lo ha reconocido al destacar cómo en los últimos 11 meses las guerrillas han puesto fuera de combate, entre muertos y heridos y retenidos, a más de mil soldados. Adiciónese a este enorme daño humano, el 6% del PBI que la guerra le arrebata cada año a la economía nacional para financiar la guerra y la enorme afectación que farquianos y elenos le siguen haciendo a la infraestructura del país y “lo que se dice en el extranjero” que la clase dominante colombiana en medio siglo no ha sido capaz de un abordaje positivo de ese macro-conflicto y la aceleración, asociada a éste, del deterioro del cuadro clínico de los derechos humanos y el tremendo mal cultural que se le está causando a varios millones de niños y niños, que, en la última década, sobre todo, han aprendido que los problemas grandes con el “otro” se resuelven eliminándolo, para tener así un paquete sólido de razones que nos pueden convencer que este Estado, catedralicio ya como fenómeno de fuerza legítima, puede, sin perder nada, y debe, por razones morales, llevar la iniciativa para abrirle caminos a una salida políticamente negociada con las Farc y el Eln.
Pero volvamos, al pasado 6 de diciembre. Sin mucho análisis de contenido sobre las discordantes y hasta agresivas consignas que se agitaron en la citada marcha, hubo un invisible grafitti simbólico que, saliendo de los corazones mordió los labios colectivos y llegó acelerado a todo el país, “señores de las farc, bienvenidos a la muerte, pues ustedes y sólo ustedes son los responsables de las grandes desgracias del país”. De resto, ninguna consigna que aludiese a las moto-sierras y a los miles de cementerios clandestinos de los paras y de las bacrim o a los ya incontables asesinatos racionales y lucrativos de agentes del Estado tapados con el adorno de falsos positivos o a la corrupción generalizada que le dosifica la muerte a miles de pobres e indigentes o a las muy vigentes estructuras sociales inequitativas y, por esto, propiciadoras de una muerte a cuentagotas o a la permanente violencia intrafamiliar ejecutada por muchos de los marchantes o al crimen que “sí paga” de una delincuencia común organizada bajo criterios empresariales. No. Los únicos criminales eran los farquianos, Y dejamos constancia que, como ciudadanos, no los estamos defendiendo, pues si, en lo teórico, alguna forma de violencia política defendimos algún día fue la asociada al derecho a la insurrección por parte de un pueblo emancipado que hubiese accedido a su momento más elevado de madurez en lo político-organizativo.
Veamos ahora unos cuantos indicadores, de una hipótesis que queremos levantar.
Hace ya unos largos años un cristiano comprometido, y por haber sido su alumno me consta que no era marxista, nos estamos refiriendo a Camilo Torres Restrepo, defendió la necesidad imperiosa de hacer en Colombia una revolución social. Durante el anterior gobierno, los medios cercamos a él, con profusión difundieron los resultados de una ingenua encuesta que decía que los colombianos nos encontrábamos entre los seres más felices del planeta tierra. Por estos meses, en un Informe de las Naciones Unidas se lee que entre 129 países del mundo, esta Arcadia Feliz llamada Colombia, ocupa el puesto 127 en inequidad social. Es decir, que, a pocos puntos de Argelia y Haití, ostentamos la medalla de bronce en injusticia social. Léase bien, en lo social, Colombia ocupa el tercer lugar como país más injusto del mundo no obstante ser, en clave de desarrollo económico, una economía media a escala universal. Y, además como ya hemos insinuado, tenemos el conflicto interno armado más largo de la historia contemporánea universal. Entonces, como para afirmar, sobre bases empíricas sólidas, que en la actualidad de la América Latina, la sociedad colombiana posee el Estado más tecnificado, como fenómeno de fuerza, pero, al mismo tiempo, el más enano y raquítico como fenómeno de construcción de lo social.
No es que en 200 años nada importante se haya hecho o intentando hacer en este país. En él hay gente de la más enorme y linda condición humana, aunque casi toda ella en la situación de pobres o indigentes. De los grandes proyectos que en el pasado se emprendieron, algunos reversaron (recordar la historia de los ferrocarriles); en el caso de otros, las pruebas de la naturaleza han evidenciado su precariedad (ahora unas lluvias anormales nos han probado que no tenemos un sistema vial, que nos permita reintegrarnos con capacidad competitiva al comercio exterior); y, en tercer lugar, en relación con un tercer grupo de proyectos importantes pero menores, todos ellos han quedado disminuidos por haber tenido que pagar el peaje de la corrupción.
Entonces, guerra interna y pluralidad de violencias, extrema inequidad social y corrupción generalizada, tres fenómenos con una enorme potencia para afectar a toda hora, de modo grave, la vida de los colombianos y sus posibilidades de reproducción. Todo se presenta como si la vida humana en Colombia no cupiese en el cuerpo social que se le ha construido. Se trata de tres fenómenos estructurales, tres perversidades en clave de un permanente desprecio por la vida casi inherente a nuestra sociedad y cultura. Esos tres fenómenos se encuentran asociados a lo que Monseñor Darío Jesús Monsalve ha llamado “la relativización del homicidio”, ya al homicidio “de una vez para siempre” ya al homicidio dosificado. Al respecto, ha escrito el Arzobispo de Cali, “Hemos llegado al extremo de afirmar que hay muertos buenos en esta guerra; como diría el Quijote son aquellos que ‘vosotros matais’. Esto es maniqueo…Relativizar el homicidio ha sido el cáncer de nuestra cultura incoherente frente a la vida humana”.
En el Atisbos Analíticos No 111 de marzo del 2010, trajimos a colación una entrevista concedida a “El Tiempo” a finales del 2009 por Francoise Zimeray, Embajador de Francia en la que destacó las siguientes ideas,
“hay una dimensión, dijo, que me impacta: cuando vemos como se atacan los derechos humanos en Colombia, y veo muchos ataques en el nivel mundial, - estuve en Asia, en Palestina, en Africa, en Chechenia, lo que me impacta de la situación colombiana no es solamente la violencia y la pobreza, o los desplazamientos masivos, es la crueldad. (Subrayado nuestro) En Palestina…no se descuartiza la gente”.
Pero, no se quedó ahí el embajador francés, pues le impactó que de cara a esa situación nadie se indignara ni protestara, “después de los falsos positivos, dijo, no estoy seguro de que haya una indignación de la opinión pública lo bastante fuerte, para tener una traducción política”. Era como “si existiese la idea de que, de todas maneras, no sirve para nada lo que podamos hacer”. Se preguntó entonces qué era lo que estaba sucediendo en esta sociedad proporcionando una respuesta digna de mucha reflexión, “También me pregunto, señaló, acerca de la sociedad colombiana misma…me pregunto si lo que se hace tiene fundamento en el cuerpo social”.
Por ahora limitémonos a señalar que tanta crueldad sólo puede ser una de las expresiones de una sociedad en la que ha habido fallas notorias y notables en la historia de institución de lo social. Como para decir que de tanto convivir con esta sociedad, sus habitantes se han apropiado de su “esencia” casi perversa. Frente a la vida humana, los colombianos tenemos la cultura de la sociedad en que hemos nacido en la que buena parte de sus expresiones macro, guerra de nunca acabar, inequidad social extrema y corrupción generalizada, indican un enorme desprecio por la vida humana.