ENTENDIENDO A CORTÁZAR
Alejandro Castro Ulloa
Debo confesar que leer las novelas de Julio Cortázar ha representado un reto para mí, no solo por la cantidad de referencias que hace acerca de escritores, músicos, filósofos y demás gente de otras disciplinas que nunca en la vida había escuchado, sino porque los monólogos que entablan sus personajes parecen delirios enfermizos de una mente agonizante, voces de locura que palpitan en un alma que no tiene nada que decir y mucho que contar.
Aún así, me gusta leer al escritor argentino porque siento que pongo a trabajar partes de mi cerebro que de otro modo estarían inactivas. No es fácil seguirle el ritmo a Oliveira, es imposible situar en un plano medianamente coherente, en una dimensión compuesta de aristas que se sabe, parten de un punto, convergen en un medio y desembocan en un final a Juan, el protagonista de 62 Modelo para armar. El orden de las palabras dibuja un escenario caótico que solo encuentra explicación en el momento en que el lector se rinde al texto, cuando el testigo de aquellas desvariaciones se da cuenta que no tiene sentido tratar de encontrarle sentido a un sinsentido que encuentra su justificación en la rebeldía de la razón y el empoderamiento de la retórica traspasada a un nivel bellamente bizarro.
Admiro como Cortazar parte de una idea, la relativiza, le da vueltas hasta convertirla en algo banal y luego la recicla para transformarla en un teorema filosófico destinado a desobjetivizar lo que hasta el momento parecía obvio. Julio es como el niño que mastica el chicle, hace bombas, lo escupe, vuelve y lo recoge y sigue haciendo con ese mismo chicle nuevas bombas, todavía mas grandes y complejas que las primeras. La obra del argentino, al menos en sus novelas según mi parecer, se resume en el primer capítulo de 62, modelo para armar, con el protagonista de frente al espejo y todo un mundo circundante a sus espaldas. Para leer su obra, el lector debe ponerse en perspectiva y cuestionar lo que hasta ese momento entendía por razón y estructura. Lo derecho se hace izquierdo, el desenfreno pasa a ser reposo, el desorden se hace caos y el caos se convierte en un orden invertido. Solo poniéndose cara a cara con ese otro "yo" ilegítimo que no se quiere reconocer, el lector logrará, si no entender del todo aquella lluvia freudiana, al menos disfrutará navegando por aquella telaraña salvaje, tupida de insectos moribundos que vienen a ser las ideas no desarrolladas y los diálogos unidireccionales.
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