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                              EL CAMAL

                  

                   

María Teresa Arrázola

Patricia se asomó a la ventanilla del tren. Viajaba con su esposo Rogelio hacia la población de Huancayo, donde un amigo los había recomendado con el Dr. Arias para prestar el servicio médico rural en el Centro de Salud. Estaba vestida con un poncho de lana de vicuña, a la usanza de los nativos, pero por su aspecto elegante, su piel blanca y su cabello rubio, era evidente que no era una serrana.
Los montes altos, cubiertos de soledad y aridez, daban la sensación de un mundo inhóspito. Sus hijos gemelos de pocos meses, a quienes llevaba en los brazos, se despertaron y comenzaron a llorar.
—¡Los bebés tienen hambre! —dijo Rogelio con un tono rudo.
—Sí, Rogelio —contestó ella—, tú sabes que no pudimos comprar leche en el camino.
—¡Está bien! —dijo él con aspereza.
Después de unos minutos los niños se quedaron dormidos en sus brazos, por el efecto del movimiento monótono del tren. Patricia los envolvió en su poncho de lana de vicuña para abrigarlos del sereno. Arropó a los dos hijos mayores que también viajaban con ellos y se quedó mirando en silencio por la ventanilla, mientras un desamparo lleno de nubarrones y arena gris se le fue metiendo en el alma.
Cuando llegaron al pueblo de Huancayo ya estaba bien entrada la tarde. Nadie los esperaba en la estación y caminaron hasta la casa donde vivían unos campesinos, conocidos de Rogelio, que los iban a alojar. La casa tenía las ventanas azules y desvencijadas y los muros eran de adobe sin pintura. Al lado se veía una construcción redonda, adormilada en el silencio del ocaso. La oscuridad envolvía la población y los golpes en la puerta resonaron con fuerza en la calle.
—¿Qué se les ofrece? —dijo José, el campesino de mediana edad que salió a abrir.
—Hola José, soy Rogelio Mora, ¿te acuerdas de mí?
— ¡Ah, Sí!, don Rogelio —dijo el hombre—. ¿Usted es hijo del patrón Marcos, no?
—Claro que sí, José. ¿Es que ya no te acuerdas cuando jugábamos de niños? ¿Recibiste mi carta?
—Sí, la recibí. ¡Pero es que usted ha cambiado mucho! Sigan no más —añadió, ayudando a entrar las maletas.
—Buenas noches —dijo Chabuca, la esposa de José, una muchacha gordita, que apareció de pronto con una mirada tímida. La muchacha se arregló la manta de lana que llevaba sobre los hombros y tomó en sus brazos a uno de los gemelos para ayudar a Patricia, que la miró agradecida.
—Deben estar cansados, ¿no es cierto? —comentó José y entró presuroso a una de las habitaciones, que estaba alumbrada por una pequeña lámpara de petróleo, para sacar unas sillas.
—Por casualidad… ¿tiene un poquito de leche para prepararle un biberón a los bebés? —le preguntó Patricia a la muchacha—. No pudimos comprarla en el camino.
—Pues sí, patroncita, venga para acá —le dijo la serrana, llevándola hasta la hornilla que tenía en un rincón de la cocina—. ¡Qué lindos sus guagüitas!, ¿Son hombrecitos los dos, no?
Patricia hirvió el agua y les preparó a los bebes el biberón, con un poco de leche condensada. Luego Chabuca les dio un tazón de agua de panela a Patricia y a los niños mayores; trajo unas esteras de fique y algunas mantas y les arregló una cama, en el suelo de la habitación.
Mientras Rogelio y el campesino charlaban animados, brindando por el reencuentro con una botella de pisco, Patricia se acostó con los niños y arrulló a los bebés con una canción de cuna para que se durmieran. El silencio de la noche los cobijó a todos.

Cuando Patricia despertó, a la mañana siguiente, Rogelio ya había salido para el puesto de salud a llevarle al director las cartas de recomendación. Al escuchar el sonido de una quena, Patricia se asomó a la ventana que daba a la calle y vio el desfile de serranos que bajaban al mercado. Los vestidos multicolores y brillantes de los campesinos parecían flores luminosas en la calle empedrada.
Estaban empezando a tomar el desayuno cuando regresó Rogelio del hospital.
—Nos va a tocar esperar, ¡maldita sea! —le dijo a Patricia—. El doctor Arias piensa que por lo menos van a transcurrir dos meses, antes de que haya una vacante.
—No es fácil ahora encontrar vacantes, tú lo sabes —contestó ella.
—Sí —continuó Rogelio—, tendremos que quedarnos aquí.
—¿Dónde nos vamos a alojar mientras tanto? ¿Quizás en el hospital? —preguntó Patricia esperanzada.
—Todavía no podemos instalarnos allí —contestó Rogelio—, pero José nos ha preparado unas habitaciones en el camal, donde él trabaja.
—Y, ¿qué es el camal? —preguntó ella.
—Es el lugar donde los serranos sacrifican las reses —dijo Rogelio.
—¿Pero estás loco? ¿Estás diciendo que viviremos en un matadero de reses? ¡Me parece horrible vivir allá! —le contestó ella.
—No te las vengas a dar de niña delicada —le dijo Rogelio—, ya estamos aquí con los bebés y los otros chicos —miró de reojo a los niños que jugaban entretenidos con unos carritos de madera y continuó con un gesto de impaciencia en su rostro:
—¡Nos vamos a aguantar como sea en este cochino lugar!
—Siéntate y habla bajito, por favor —le recordó ella ofreciéndole un café caliente—. Tú sabes que somos sus huéspedes y no hay razón para hacerlos sentir mal diciéndoles algo desagradable.
El serrano llegó en ese momento.
—Cuando guste, don Rogelio —dijo—, ya`ta listo el camal.
—¡Qué bueno! —contestó Rogelio. Terminó de un sorbo su café y se paró de la silla.
—Ayúdame con estas maletas, José —dijo Patricia—, y tomó en brazos a los bebés.
Los niños mayores se prendieron de su falda y salieron de la casa.

La casona del camal quedaba contigua a la plaza del mercado. Era una construcción antigua, con grandes ventanales y un portón de madera con rejas, que conducía a un patio enorme, con el piso empedrado, donde unos hombres con delantales de cuero, armados con hachas y enormes cuchillos estaban sacrificando unas reses y abriendo sus estómagos en canal para sacar sus entrañas. El ambiente era hostil y pesado. Había en el aire un olor a sangre, a desechos, a muerte, y una multitud de moscardones azules zumbaban encima de sus cabezas.
Los niños mayores la miraron con desconcierto. Estaban pálidos, pero no dijeron ni una palabra. Fue un choque terrible para ellos ver allí las reses que se extinguían en espasmos de agonía. Patricia también sintió pánico, le faltaba el aire y tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar las nauseas.
«No puede ser que esto me esté pasando a mí», pensó. Quería correr lejos para escapar. Supo entonces que ésta era una jugada sucia del destino y se arrepintió en el alma de haber seguido a Rogelio y de haber traído a sus hijos a este lugar de pesadilla.
Rogelio bromeó con José, que rió divertido:
—¿Si la ves?, ella no es aguantadora como tu mujer, ¡ja, ja!
Patricia tenía los ojos llenos de lágrimas, estaba pálida y descompuesta y abrazó con fuerza a sus hijos mayores que miraban aterrorizados a los animales.
Cuando subieron al segundo piso entraron a un cuarto grande, que era como una bodega. Las ventanas daban a la calle y varias puertas se abrían sobre un corredor. Éste tenía una rampa de madera, que descendía hasta los corrales donde se hallaban las reses. Patricia entró rápido con los niños en esa habitación.
—Dame lo que te encargué —le dijo Rogelio al serrano.
José sacó entonces la botella de pisco, que tenía escondida debajo del poncho.
—Ven conmigo, preciosa —le dijo Rogelio con ironía—, vamos a celebrar nuestra nueva vivienda con mi amigo. Ella no le contestó nada. No podía contener las nauseas y estaba muy herida por sus comentarios.
Mientras Rogelio y José bajaban a los patios, Patricia les armó una cuna a los bebés, en una carretilla. Los arropó con un poncho de vicuña para abrigarlos bien, puso a su lado unas esteras para los niños mayores y luego se asomó con ellos a la ventana que daba a la calle para respirar aire fresco y entretenerlos un poco.
Las montañas nevadas se recortaban contra el cielo de un azul casi inverosímil. Por un sendero escarpado que bajaba de la montaña se veía venir la figura de un niño campesino, que traía unas vicuñas, con sus gualdrapas de colores llamativos. Las campanillas que llevaban prendidas en las gualdrapas se balanceaban con el paso ligero de los animales.
Patricia y los niños los miraban fascinados, cuando de pronto sintieron un sonido abrupto de cascos de animal en carrera que parecía una avalancha de piedra. Escucharon luego los gritos desesperados de Rogelio, que invadieron el silencio de la tarde y rompieron la magia del paisaje.
Los bebés, que estaban dormidos, se despertaron de inmediato y empezaron a llorar frenéticos, presintiendo una catástrofe. Patricia se asomó al corredor a ver qué pasaba, pero lo que vio la obligó a retroceder aterrorizada.
Un toro enorme salió atropelladamente detrás de Rogelio, que imprudentemente, por los efectos de la bebida, se había entrado a los corrales de las bestias. El toro, de una embestida, lo hizo caer sobre el empedrado del corral. El Serrano, al oír sus gritos, empuñó un palo y golpeó al animal, que reaccionó enfurecido. El toro se precipitó detrás de Rogelio que empezó a correr hacia la rampa de madera, pero antes de que el toro lo alcanzara Rogelio logró entrar en la habitación.
—¡Ayúdenme a poner la tranca! —gritó lleno de pánico.
Mientras Rogelio cerraba la puerta, Patricia le alcanzó presurosa la tranca, pero antes de que Rogelio lograra ajustarla en las argollas, el toro, con fuerza descomunal, empujó la puerta y entró al cuarto. El animal tenía unos cuernos enormes y sus ojos estaban inyectados de sangre. Parecía un minotauro poderoso listo para el ataque. Patricia se paralizó por un instante, pero luego, igual que una leona que defiende a su cría, cubrió los cuerpos de sus hijos con el suyo, dispuesta a protegerlos del animal.
El toro se quedó mirándolos por un momento que les pareció un siglo pero milagrosamente no los atacó. Giró su enorme cuerpo, atravesó el cuarto a la carrera, tumbó la carretilla que les había servido antes de cuna a los bebés, arrolló a su paso la estera donde dormirían los niños, destrozándola con sus cuernos, y salió por la puerta lateral, con un bufido espantoso.
—Perdóname, Patricia —le dijo Rogelio. Y añadió: —me he portado como un bruto.
Ella lo miró fijamente pero no dijo nada. Él quedó tembloroso.
En el aire un olor indescriptible flotaba salvaje. Un olor a miedo, a sudor, a peligro, a noche fatigada… El farol de la calle proyectó sus sombras en la pared, y allá lejos, en el filo de la montaña donde duerme el arco iris, se escuchó la melodía de una quena... dulce, dolorosa, nostálgica…