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Número 20, Julio 15 de 2014

 

 

 

¿Pa’qué me preocupo?

 

 

 

 

 

José Antonio Salazar

 

El día de hacer el trabajo yo estaba nervioso, pa’qué más que la verdad, era la primera vez, y yo nunca he sido chicanero. Me consolaba con el dicho ese de que iba a tener la “suerte de principiante”; pero qué suerte ni qué carajo, me dieron de entradita. Como me echaron de primero, me dieron de primero. Lástima que no me hubieran dado más arribita, para que me hubiera ido una.

 

Me agarraron, me curaron, me cuidaron, y ahora me tienen guardado como a un perro bravo. De golpe se me abrieron dos de las cuatro puertas que se dice que tenemos los pobres siempre abiertas: el hospital y la cárcel. Y una de ñapa: la del juzgado. Me faltan la iglesia y el cementerio, y ojalá eso sea prontico. No tengo nada que hacer, solo esperar.

 

Que “la saqué barata” y que “hubiera podido ser peor” me dijo primero el médico en urgencias y luego el abogado de oficio que me nombraron. Hijueputas. Si supieran lo que hay en este pecho! ¡Qué barato, ni qué peor, ni qué carajos!

 

No tuve nada que alegar. “La ley es dura” dijeron en la sentencia. El señor juez, como le dice el abogado, cumplió con su deber, aplicándome las leyes que los ricos hicieron para castigar a los de ruana, y yo aquí jodido, porque traté de cumplir con lo mío: darle de comer a mi familia.

 

El juez no me reconoció; solo supo de mí lo que decía el expediente: lo de autos. No le preocupaba nada más. Qué me iba a reconocer, a pesar de que nacimos en el mismo hospital y somos de la misma edad. Perdón, aclaro para que no se confundan: él nació en la sección de pensionados, y mi mamá me parió en caridad. Yo sí sabía quién era él, porque llevaba muchos años viéndolo en mi pueblo, que era chico. A veces lo veía comer helado mientras yo cuidaba carros para que otros niños, pobres como yo, no se robaran los espejos de los carros de los niños ricos como él. La verdad, no lo envidiaba. Yo no conocía otra vida que no fuera la mía.

 

Qué bueno es el juez, y que malo soy yo. Cuando niños, él iba a la escuela, mientras yo aprendía a embolar zapatos, en caja prestada. Mientras él estaba en el colegio de los curas yo trataba de ganarme la vida haciendo de todo; oficios sucios, claro. Mientras él iba a la universidad, yo estaba en el servicio militar, en el monte, para “defender la sociedad”. Para eso sí salí bueno. Cuando él se fue a especializar al exterior, yo conocí a una muchacha, eso sí, pobre como yo, con la que tuve las únicas ilusiones que he tenido en mi puta vida, pero pudieron más los hijos que las ilusiones.

 

Cuando él regresó al pueblo a trabajar, yo también estaba buscando trabajo, pero me lo negaban por falta de preparación o de experiencia y referencias. Pura mierda: disculpas. Es que no hay para todos.

 

Mientras mis hijos y mi mujer, para no decir que yo también, aguantábamos hambre, mi trabajo era buscar trabajo. Salía esperanzado en la mañana. “Hoy sí”, me prometía a mí mismo, pero regresaba en la noche con menos suela en los zapatos y más odio en el corazón. A veces sí salía algún mandado, o algo en la rusa, moviendo ladrillo.

 

Yo no quería odiar a nadie, pero tenía rabia conmigo mismo y con un sistema que me negaba oportunidades. Un sistema que yo había defendido en el monte y ahora no se acordaba de mí. Entonces me encontré un día en la calle con un “pana”, como le decimos a los compañeros de cuartel. Bien vestido, bien hablado, con cadenas de oro que yo vi tan grandes como las que me amarraban a la miseria.

 

Me propuso un torcido. No les voy a contar cuál. Para qué; no hace ninguna diferencia. Yo estaba desesperado, y mi mujer ya iba para el tercer hijo. Nos queríamos de verdad, con cuerpo y alma. No teníamos televisor, y no me iba a gastar la planta del rebusque en píldoras o en condones. Usted sabe, a veces el afán, y preciso: “mi amor, estoy preñada”.
A los pobres también nos dicen “mi amor”. Y ni modo. Ni plata, ni ganas para el aborto. La mayorcita, la que me decía “papito como le fue” cuando en las noches regresaba con ganas de matarme, me daba esperanza cuando decía: “mañana será que me regale la muñeca”. Ya iba a la escuela, con zapatos, eso sí, porque las señoras de un Club Rotario se los habían regalado para la primera comunión.

 

Acepté hacer el trabajo, la verdad sin preguntar cuál, ni mucho, ni por qué. “En boca cerrada no entran moscas”. En esas vainas, mientras menos uno sepa, mejor. Acuérdense del cuento ese:

 

“¿Cuánto son dos más dos?”
“Creo que son cuatro.”
Pum pum.
“Sabía mucho.”

Me anticipó un billete largo y corrí a mi casa, literalmente corrí, y eso que tenía para el bus, o incluso para taxi; nunca había montado en taxi. Ahora que me acuerdo, me llevé en bus a mi mujer, a parir al hospital.

 

Pero en fin, tenía afán de llegar llevando comida, la muñeca, y el Bisolvón ese, que me había pedido mi mujer hacía días, para el chiquito que no paraba de toser. Ella se puso mosca, cuando vio los paquetes y le conté lo del trabajo. Presintió algo malo. No quiso celebrar. No me dejó hacerle nada: que “la niña está despierta”, que “eso le hacía daño para el embarazo”. “Cuídate” fue lo único que atinó a decir.

 

Mi mujer no es alegona. Es de pocas palabras, pero de mucho sentimiento. Eso sí que para qué. Por eso, los domingos, cuando viene a verme en la visita a la cárcel, es como si me diera un reporte. Solo me dice que “saludes le mandaron”; que “la niña le dibujó este papelito”; que “el Juancho ya aprendió a embolar, ya tiene caja propia y aquí le manda estos pesitos”. Se sienta a acompañarme, convencida de que me comí el cuento.

 

Mientras yo chapoteo lo de la vianda, ella a veces llora. Los hombres no lloran, pero yo a veces también lloro, eso sí, no más por dentro. Y eso que no me interesa saber cómo ella se gana ahora la vida. Usted sabe…todavía la quiero y me parece bonita. A veces es mejor hacerse el pendejo, como los micos esos del cuento: ni veo, ni oigo, ni hablo. Duele menos. A fin de cuentas: ¿Pa’ qué me preocupo?