Marlon R. Madrid-Cárdenas
Politólogo. Docente ocasional Universidad Nacional de
Colombia, Universidad del Rosario.
El corazón bombea. La lengua humedecida por la saliva
encharcada que se desliza lúbricamente anticipa. Luego
baja fuerte empujando la garganta. El abdomen se
contrae y la fuerza se amarra de las manos mientras
las venas muestran sin vergüenza el vigor de la
sangre. Un rostro sonríe. Otro esconde su inocencia.
Los misterios de la noche y el silencio los acompañan.
Silencio. Temo. Manos gruesas aprisionan una frágil
cintura. Que no suceda, que acaso sea un sueño
desagradable en el que pueda correr hacia la pueril
libertad. Bocanadas de aire inundan los muslos. Sus
ojos no se miran, los separa la delicada cortina de la
perfección espiritual. La membrana se rompe. El evento
se repite una noche, otra noche. Uno más, otro más. No
hay testigos; nada pasó.
Pero el corazón ahora ha robustecido su bombeo y la
sangre endurecida se transforma en movimiento antes de
explotar. Las carnes de un púber son suaves, ingenuas.
La fuerza y el abuso de un sacerdote pueden ser
grandes. “En esa noche usted me arranco mi virginidad
masculina [...] Usted empezó el abuso aberrante y
sacrilegio que duró 13 años”, narra ahora adulto Juán
José Vaca, una de las personas que acusa de abuso
sexual al padre Marcial Maciel.
Han pasaso varias décadas de denuncias infructuosas
(alrededor de una treintena de expedientes) y sólo
hasta la semana pasada el Vaticano actúa. Impuso el
máximo castigo canónico al clérigo Marcial Maciel,
fundador de la orden Legionarios de Cristo, México, lo
que en la práctica significa que quedó lanzado al
“ostracismo”. El papa Benedicto XVI le ordenó el
retiro para que lleve “una vida reservada de oración y
penitancia”. Ahora será un simple laico.
“Es una pena absurda y mediocre comparada con todo el
daño que hizo a nuestras vidas”, se duele Alejandro
Espinosa, otro de los denunciantes de Maciel. En su
momento, cuando la dignidad se sobrepuso a la
vergüenza y al pánico, cuando decidieron contarle al
mundo lo que se supone vivieron durante su
adolescencia, fueron considerados calumniadores.
“Enfermos mentales”.
Esto es parte de lo que la iglesia cada vez más
cosecha en la forma de irrespeto, incredulidad,
reproches y burla de parte de la sociedad. Pero ni aún
con estos cántaros rebosantes su actitud es humilde.
No acababa el Tribunal Constitucional colombiano de
despenalizar el aborto en tres casos delicados
(violación, malformación del feto y riesgo para la
vida y la salud de la madre), cuando autoridades de la
iglesia respondían anunciando la excomunión para las
mujeres, médicos y juristas que estén relacionados con
este tipo de interrupción del embarazo.
“Es increíble, se indignan más porque una mujer
embarazada por violación se niegue a tener un hijo,
que por el indulto de tipos que asesinan masivamente a
los hijos de los demás”, acomete la novelista Laura
Restrepo.
A lado y lado del Atlántico las contiendas no paran.
Demandas en Milán y París a la casa de modas Marithe
et Francais Girbaud por la recreación delicadamente
sensual y femenina de la obra de Leonardo Da Vinci, La
Última Cena. Acusación al Parlamento de Europa de
“atentar contra la conciencia de los ciudadanos”
cuando este organismo expide una resolución que
rechaza la discriminación, desprecio y violencia hacia
las personas homosexuales.
Sugerencia del cardenal Francis Arinze de que los
cristianos emprendan acciones legales contra el libro
y la película El código Da Vinci. “El Judas actual que
vende a Cristo por millones”, según el franciscano
Raniero Cantalamessa. Y la afirmación de que se
procederá legalmente contra las personas que
informaron hace escasas semanas de la captura por
parte de la policía italiana de un monseñor al
servicio de la Secretaría de Estado de la Santa Sede
que al parecer buscaba los servicios lúbricos de algún
prostituto o transexual entre las sombras nocturnas
del centro de Roma.
Aquellas son sólo una pequeña parte de las contiendas.
La iglesia busca ganar en los estrados judiciales lo
que pierde en la vida cotidiana debido a los
escándalos que cosecha con pala y azadón en sus
propios regadíos o por la irreverencia de una sociedad
que recrea su vacío en las membranas acuosas de la
sensualidad, el arte o la publicidad del consuelo.
Y nada de esto indica que la gente deje de buscar
cimientos espirituales de donde agarrarse antes de
caer en el vacío secular de una libertad sonámbula y
en permanente remiendo. Por el contrario, cada vez más
las cajas registradoras de los supermercados, las
vitrinas de las librerías o los enjambres de madera en
los que se enmarañan los vendedores ambulantes están
abarrotados de libros tristes que parecen guardar
entre sus hojas el verdadero camino hacia la
felicidad, la perdurabilidad del acosado matrimonio o
el éxito gerencial en un país de pobres.
Desde luego que existe necesidad espiritual. Pero con
una iglesia que se dedica a reprender, sugerir
demandas, excomulgar e imbuida en contiendas o casos
como los de Maciel –donde sus máximas autoridades no
aclaran si es culpable o no de los actos de pederastia
de los que se le acusa, sino que prefieren el silencio
simbólico–, las opciones éticas las capitaliza nuestra
exótica y atrevida libertad.
Los pleitos apenas comienzan. El espectáculo los
necesita para alimentarse y engordar sus venas.
Manadas de perros salvajes juguetean mientras afilan
sus pequeñas dentaduras. La libertad de expresión les
sirve como piedra de amolar y como pretexto para la
burla. Las robustas presas sangran en alguna de sus
partes blandas.
En este terreno: de excesos, provocaciones, demandas,
contra demandas y temores, a algunos les tocará
escoger entre el amparo de las manos fuertes y
espirituales de un sacerdote y las mercaderías cada
vez más en aumento que intentan consolar nuestras
angustias y soledades. Otros, los más irónicos,
simplemente separaran un palco en este circo romano
contemporáneo para disfrutar y escuchar de cerca el
blandir de dientes. O tal vez para sacar provecho del
quejido de algún rostro inocente crucificado en sus
carnes.
*Politólogo. Docente ocasional Universidad Nacional de
Colombia, Universidad del Rosario. |