Greenpeace protesta contra la contaminación en reunión de Viena- ¡Que viva Evangelina!

 


Bertolt Brecht

Durante el nacimiento de un hijo (según Su Tung-pó)

Las familias, cuando nace un niño
lo quieren inteligente.
Yo, que con la inteligencia
arruiné mi vida entera,
sólo puedo desear que mi hijo,
algún día,
sea ignorante y perezoso de pensamiento.
Así tendrá una vida apacible
como ministro en el gabinete.

 

 

 

 

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  • Ejemplar #20, mayo de 2006   

     

    Crónica de un viaje inolvidable

     

    Los placeres del Sur de Colombia

    Carolina Revelo Rodríguez

     

    Hay un lugar en el extremo sur de Colombia donde los juncos se mecen con el viento de los andes, el cielo se hace más ancho con solo mirarlo y el agua brilla bajo los rayos del sol. Al amanecer, los patos salen a cazar insectos y las truchas “Arco Iris” saltan alegres dibujando ondas sobre la superficie de la Laguna de la Cocha, la más grande de Colombia.

    A 27 kilómetros de la ciudad de Pasto y a orillas de esta laguna, se encuentra la población de El Encano, donde viven descendientes de los Ingas, Kamsá y Cofán, antiguas culturas indígenas que habitaron la región limítrofe entre los departamentos de Nariño y Putumayo. Al llegar al embarcadero numerosas lanchas ancladas a la orilla muestran sus colores verdes, rojos y amarillos que hacen juego con las flores que adornan los balcones de las casas. Allí, un grupo de personas del Servicio de Salud, con ropa abrigada para protegerse del frío, suben a una de esas lanchas. Su misión es llegar a Santa Isabel, una vereda situada en los confines del inmenso lago, en el punto donde nace el Río Guamuéz. Yo iré con ellos. Me pongo el chaleco salva vidas y un impermeable, y me siento junto a Natalia, la jefe de enfermeras. Ella me cuenta que llevan equipo de cirugía ambulatoria, de odontología y vacunación para atender a los habitantes de esa apartada población y me dice que el viaje durará 45 minutos.

    El lanchero prende el motor y veloces avanzamos entre un bello paisaje lleno de árboles y matorrales nativos que crecen en las orillas de la laguna y ascienden por las laderas del Volcán Bordoncillo y el Cerro Patascoy que nos observan desde arriba, cobijados por un leve manto de nubes.

    La bandera de la misión médica, ondea en la proa y advierte a los guerrilleros que deambulan por esa zona que vamos en gestión humanitaria. Es indispensable este distintivo para evitar que nos disparen.

    Somos diez pasajeros: médicos, enfermeras, auxiliares y yo, la invitada de Natalia. Conversan con animación y ríen con las ocurrencias de algunos que ayudan a calmar los nervios. Y no es para menos, estamos navegando sobre el lago de mayor profundidad y con las aguas más frías de Suramérica después del Lago Titicaca en el Perú. El lanchero dice que no debemos movernos de los asientos para evitar un accidente, y así lo hacemos hasta llegar al caserío de Santa Lucía, en el extremo de la laguna, donde la anchura de ésta se disminuye considerablemente encajonada entre suaves colinas, dando origen al Río Guamuéz que doscientos kilómetros más adelante desemboca en el Río Putumayo, y éste a su vez, en el Amazonas.

    Veinte minutos separan a Santa Lucía de Santa Isabel, nuestro destino final. Allí desembarcamos, y los médicos y los auxiliares colaboran para bajar y trasladar los equipos a la escuela donde un grupo de hombres, mujeres y niños esperan desde muy temprano. En un salón con piso de baldosa se ubica la unidad portátil de odontología, y en las aulas, incluyendo una que sirve de dormitorio de la profesora rural, se improvisan los consultorios médicos y la enfermería. Muchos de los pobladores que están haciendo fila, nunca habían visto un equipo odontológico ni han sido vacunados, por eso se les nota nerviosos. Igualmente las mujeres se sienten temerosas en el momento de ser acostadas para practicarles el examen de citología que determinará si tienen cáncer uterino u otras enfermedades.

    Al terminar la jornada se han atendido a todos los pobladores de la vereda de Santa Isabel y el panorama es desalentador. Hay un alto índice de niños y adultos con deficiente salud oral, y un gran porcentaje de mujeres tienen riesgo de contraer cáncer de útero. La mayoría es gente pobre que vive en minifundios y no tienen para pagar los $ 10.000 que les cobran los lancheros para hacer el viaje de ida y vuelta hasta el Centro de Salud más próximo, situado en el corregimiento del Encano.

    Los hombres son trabajadores; la mayoría fabrica carbón de leña con maderas que bajan de la montaña, y algunos ordeñan vacas y elaboran quesos. Las mujeres son fuertes, cultivan la tierra, ayudan a sus maridos en las faenas del carbón y atienden a sus numerosos hijos que en promedio son ocho. Se las ve risueñas a pesar de las difíciles circunstancias en que viven. Son tímidas, hablan poco, pero al final manifiestan que están contentas con las brigadas que organiza el Instituto Departamental de Salud.

    A las 6 de la tarde se prepara el retorno. Se suben los equipos, y un hasta pronto de médicos y enfermeras es el anuncio de una próxima visita. Subimos a la lancha y alguien, nuevamente coloca en la proa la bandera de la misión médica. Declina el día y el frío cala los huesos. El personal de la brigada muestra en sus rostros la huella del cansancio, pero se les nota la placidez del deber cumplido. Yo los miro y pienso que por fortuna, aún existen colombianos que trabajan -corriendo graves riesgos- para ayudar a la gente que vive en estas bellas pero remotas zonas del país.

    Vamos a mitad del trayecto y ahora solo se escucha el motor de la lancha surcando las aguas que se ven oscuras sin el brillo que tenían por la mañana. Ya nadie habla, todos esperan llegar pronto al puerto para descansar. Una hora más tarde Natalia me señala las lucecitas titilantes del Encano y después las hileras de lanchas en el embarcadero y las flores adormecidas en los balcones de las casas. Yo le digo: “Gracias por invitarme a compartir esta vivencia gratificante. Nunca la olvidaré”.