Como en la novela de Orwell: El fascismo es la libertad, la guerra es la paz, la ignorancia el conocimiento...

 


La montaña rusa

Durante medio siglo
la poesía fue
el paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
y me instalé con mi montaña rusa.

Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
echando sangre por boca y narices.

 

Nicanor Parra

 

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  • Ejemplar #16, diciembre de 2005   
           

                      Libros

     

    Historia de una pasión argentina

    Gustavo Páez Escobar*

    “Historia de una pasión argentina”, de Eduardo Mallea, me acompañó en el  viaje que hace poco realicé a su país. Comencé a leer el libro dos días antes de abordar el avión, continué la lectura en el largo itinerario a Buenos Aires, y a la postre –de regreso otra vez en Bogotá– supe que había percibido una imagen clara de Argentina, tanto a través de la apasionante obra de Mallea y de otras guías valiosas, como de mis propias experiencias viajeras.

    Todo viaje debe tener un objetivo cultural. Los turistas superficiales, incapaces de apreciar la cultura de los pueblos a través de los tesoros que cada nación exhibe, carecen de sensibilidad para el arte y de vocación para la historia. Sólo ven lo aparente, lo fastuoso o lo trivial y no tienen ojos para descubrir el verdadero sentido que se esconde en monumentos, museos e infinidad de señales o símbolos con que el pasado se asoma al presente y enlaza los distintos tiempos históricos.  

    Mientras en los inicios de la primavera entrábamos a Buenos Aires, apareció de repente, en medio de una madrugada apacible, la ciudad espléndida, llena de soberbias avenidas, airosos edificios y preciosas residencias. La capital tiene tres millones de habitantes, pero con la anexión del área metropolitana llega a catorce millones, cifra que equivale a más de la tercera parte del país y la convierte en uno de los centros más populosos del mundo. Buenos Aires es una ciudad cosmopolita abierta a todos los extranjeros. Tiene sangre europea: sus primeros pobladores fueron italianos y españoles. Varias calles recuerdan las de París, Madrid, Barcelona o Londres. 

    Argentina, a pesar de su extensa superficie, está poco poblada y en algunos parajes es tierra desierta. Alrededor del 87% de sus habitantes reside en las ciudades. La Patagonia argentina, que se une con la chilena hasta llegar al estrecho de Magallanes, y entre las dos crean una de las estampas más fascinantes del planeta, se caracteriza por sus glaciares de hielos milenarios, que se revisten de un blanco purísimo –el más blanco que sea posible concebir– y forman grietas con resplandores azul y violeta.

    Para tener una idea de la pampa, los programas turísticos ofrecen la visita, durante un día entero, a una de las estancias rurales localizadas en la provincia de Buenos Aires. Así llegamos a Santa Susana, a más de una hora de la capital. En los jardines de la entrada, bellas muchachas vestidas con atuendos típicos saludan a los turistas y les ofrecen las ricas empanadas que constituyen una de las comidas favoritas del país.

    Vienen luego los vinos, las cervezas y los refrescos, mientras la parrillada, el atractivo central de la fiesta, hace ojitos al fondo del amplio salón que alberga a turistas de todo el mundo. Para ponernos a tono con la situación, es preciso olvidarnos por unos días del colesterol y los triglicéridos, ya que no puede existir un auténtico asado que no lleve achuras, mollejas, chinchulines, morcillas, chorizos, riñones y demás ingredientes arrasadores de la dieta habitual.

    En los potreros, los gauchos hacen destrezas con los caballos y de esta manera demuestran que como hijos de la tierra bravía nacieron para las faenas de la doma y el rodeo. Desde pequeños aprendieron el arte de amaestrar caballos y resistir temporales. El gaucho es trabajador incansable de la vida rural. Posee fuerza, arrogancia y coraje para enfrentar su severo destino. Ama la libertad y corre como el viento. Montado en un caballo y provisto de la rastra, la faja, el rebenque y el pañuelo, es el soberano de las llanuras.

    Estamos en la legítima pampa. La cantada por José Hernández en “Martín Fierro” y por Ricardo Güiraldes en “Don Segundo Sombra”. Para armonizar con el momento, voy a tomarme un mate a la salud de mis lectores. Un gaucho (voy a fingirme como tal) no puede prescindir de esta infusión legendaria, que tiene sus orígenes en tiempos remotos. Es la bebida nacional por excelencia, que ha pasado de generación en generación hasta volverse uno de los mayores íconos del pueblo argentino. 

    La Patagonia comienza en Bariloche, ciudad de 110.000 habitantes, ubicada a  dos horas de avión desde Buenos Aires. Sitio encantador, pulcro y amable, donde se respira una paz edénica, digna de envidiar. El sitio es célebre por la confección de deliciosos y artísticos chocolates, arte aprendido de sus primeros pobladores (emigrantes alemanes, austriacos y suizos).  Bariloche limita con el fantástico lago Nahuel Huapi, alrededor del cual se extiende el parque de 710.000 hectáreas que lleva el mismo nombre. 

    En este recorrido hallamos otros lagos menores conectados entre sí, lo mismo que varios ríos míticos que fertilizan una amplia extensión de bosques nativos. Es un valle encantado. Villa Traful parece irreal: se trata de una aldea mínima, de 500 personas (yo diría que invisibles), adormilada en aquella zona de silencio como si fuera un sueño profundo de la montaña. Entre sus bienes singulares (hablo sólo de los visibles) cabe citar la Piedra del Viento, roca gigante que posee una puerta de madera asegurada con candado. ¿Qué se ocultará en aquel misterioso laberinto? ¿Acaso un tratado de la pequeñez vivificante?

    El pueblito cuenta con un médico, una escuela, un teléfono público… y carece de odontólogo, de banco, de ruidos estrafalarios y de muchas cosas más. La tierra no se vende a ningún precio. Algún extranjero logró al fin, luego de mucha insistencia y no menos paciencia, que le vendieran media hectárea de aquella tierra dormida, pero por ella le pidieron ¡400.000 dólares! Negocio imposible. Los trafuleños aprendieron desde entonces la fórmula para ahuyentar a los invasores de su paraíso terrenal.    

    Volvamos a Buenos Aires. Cerca del hotel Nogaró, donde nos hospedamos (hermosa joya arquitectónica remodelada hace pocos años), está el nervio palpitante de la ciudad: la Plaza de Mayo, testigo de los sucesos más trascendentales de la vida política y social del país, que debe su nombre a la revolución del 25 mayo de 1810, la cual inició el proceso de la independencia. En aquel sector se hallan la Casa Rosada, sede oficial del Gobierno; la Catedral Metropolitana, donde reposan los restos del general San Martín; el Cabildo histórico, el Banco de la Nación y otros organismos tradicionales.

    En el centro de la Plaza se erige, en honor de la libertad, un majestuoso obelisco, y la circundan la Avenida de Mayo y la Avenida 9 de Julio, las dos arterias más importantes de Buenos Aires. Arterias patrióticas. Son famosas las reuniones que las “madres y abuelas de Mayo” realizan aquí desde viejos tiempos, para recordar por ese medio a los miles de familiares desaparecidos en la llamada Guerra Sucia de los años 70. Y aquí se congregan, de modo permanente y como si fueran parte del paisaje, grupos de manifestantes que lanzan sus protestas hacia la Casa Rosada, para que el Presidente las escuche.

    Los argentinos son cordiales, alegres y hospitalarios. Hablan con orgullo de su país y sus líderes (sin eximirse de censurar a los malos gobernantes) y les encanta resaltar los valores culturales y humanos. El patriotismo lo llevan en el alma. Son muy apegados a sus costumbres y tradiciones. Pregonan su comida criolla, y no exageran la ponderación: la gastronomía del país goza de merecida fama internacional. El churrasco, por supuesto, es el campeón de los platos autóctonos y nadie regresa de la Argentina sin haber saboreado, una y otra vez, tan exquisito manjar. Hay restaurantes para todas las categorías, y sectores de lujo para la cocina refinada. Eva de Perón es un mito que brota a flor de labio como un símbolo social insuperable. En señal de cariño, todos la llaman Evita. 

    Buenos Aires es febril y seductora. Tiene alma femenina. Su actividad comercial palpita en diversos escenarios, como la Calle Florida, zona peatonal llena de  atracciones para el turista que busca novedades; o San Telmo, sector de talleres artesanales en medio de preciosas casonas; o Puerto Madero, a orillas del río de La Plata (el dios tutelar de la ciudad), pintoresca área dotada de importantes oficinas bancarias y lujosos hoteles y restaurantes; o La Recoleta, barrio aristocrático que tiene sus orígenes en el siglo XVIII –cuando los padres franciscanos construyeron el convento y la iglesia de Nuestra Señora del Pilar– y que hoy ostenta refinadas boutiques y tentadores restaurantes.

    Guiados por Catalina, amable amiga colombiana que adelanta en Buenos Aires una especialización de su carrera de arquitectura, hacemos un detallado paseo por La Recoleta y llegamos al legendario cementerio del barrio, obra fundada en 1822 por los monjes recoletos. Es un recinto famoso por el arte que atesora en mausoleos, tumbas y esculturas. A este camposanto fue traído el cadáver de Evita luego de los continuos traslados de que fue objeto –de refugio en refugio– a raíz de la implacable persecución política que se desató contra ella.   

    Su cadáver se convirtió en un cuerpo político. Un cadáver embalsamado que deambuló por muchos lugares clandestinos, incluso del exterior, huyendo de la sevicia de sus enemigos. El escritor Tomás Eloy Martínez, con los episodios estremecedores que narra en su novela “Santa Evita” (1995), ha agrandado la leyenda alrededor del itinerario infamante que recorrió, ya muerta, la mamá de los “descamisados”. Otro escritor, refiriéndose a tan bochornoso capítulo de la vida argentina, habla de la “novia hermosa, melancólica y profanada por la vida en el corazón de su larga muerte”.   

    Ahora los restos de Evita yacen bajo cinco metros de tierra y con fuertes sistemas de seguridad, para protegerla contra los actos demenciales, que tal vez nunca volverán a repetirse: la pasión abyecta ya se apagó. Su memoria se preserva en un museo esplendoroso y en la sede de la CGT –Confederación Nacional del Trabajo–, de donde provino su mayor fuerza política. Junto con Perón, Borges y Gardel son los personajes más visitados por las corrientes de turistas.   

    Gardel y su tango son parte esencial del ambiente y del folclor argentinos. No podíamos regresar a casa sin ir a visitarlo en el cementerio de la Chacarita. Lo hacemos en un día de lluvia intensa, excepcional dentro del buen tiempo de la temporada, y nos queda este recuerdo como una afirmación del propósito turístico que nos habíamos fijado. No somos fanáticos, válgame Dios, sino intérpretes y amigos respetuosos de las tradiciones ajenas. Una foto expresiva que traemos, enmarca nuestra visita pasada por agua.

    Y allí lo encontramos en su grandiosa estatua de bronce, sonriente y varonil, en medio de flores frescas y de mensajes escritos que evidencian la idolatría de la gente. Gardel está en todas partes, con increíble poder de ubicuidad: en San Telmo, en el “Caminito”, en “La Ventana”, en “Señor Tango”, en las tiendas de discos, en las librerías, en los suburbios, en los clubes, en las innumerables tanguerías y academias de baile, en cada esquina, y  sobre todo en el alma del pueblo. Esta es la Argentina tanguera, que siente en el aire la presencia de su ídolo inmortal. 

    A 33 kilómetros de Buenos Aires está localizada la ciudad de Tigre, un punto ineludible de atracción. Hacia allí viajamos en bus, luego tomamos un tren hasta San Isidro, pintoresco sitio de artesanías, y al final nos embarcamos en el catamarán, la embarcación que nos lleva al delta del río Paraná, donde se goza de un maravilloso recorrido en medio de islas, arroyos, ranchos y canales. Un soberbio espectáculo de la naturaleza.

    Y si se trata de buscar un ambiente de religiosidad, tan anhelado por mi devota esposa Astrid, y aplaudido y compartido por el cronista viajero, está el parque temático de Tierra Santa, obra exclusiva en el mundo. En un predio de siete hectáreas, a poca distancia del centro de la ciudad, se representa, en más de mil figuras humanas y de animales de tamaño natural, la vida de Jesús de Nazaret desde su nacimiento hasta su resurrección. Todo en este parque es fantástico. Sobrecogedor. La emoción final se obtiene con la aparición de Cristo resucitado, en una imagen de 18 metros de altura que se mueve en lo alto de la montaña bajo los efectos deslumbrantes de la luz y el sonido.  

    Muchas cosas más vio y admiró el cronista. Enumerarlas resultaría prolijo para esta crónica ligera. Rescato, como puntales para rememorar una gira gratísima, las impresiones más emotivas que me permiten trazar esta semblanza sobre el gran país austral. Esta es la Argentina visible, la que se ve en todas partes, la de la fiesta y el ánimo alborozado. Dejo para otro capítulo a la Argentina invisible, la recóndita, la que llega al alma del escritor viajero a través de los libros y del clima espiritual. Esa Argentina la analiza Eduardo Mallea en “Historia de una pasión argentina”, sin dejar de contemplar el ámbito externo. Trataré de seguir sus pasos. 

    (*) gustavopaez@cable.net.co