Capítulo 1

 

Dos lunares nerviosos

   Para un joven de diez y siete años educado en ambiente pacífico y tranquilo, como el de la vieja Santafé, ofrecía novedad deliciosa la agitación que se apoderó de la ciudad a mediados de mayo. Llegó fugitivo el oficial del Rey, don Francisco Ponce, y trajo la noticia infartadora de que una cincuentena de rebeldes, armados de fusiles, machetes y azadones, al mando del malvado José Antonio Galán, derrotaron en Puente Real a las tropas leales, que comandaba el Oidor don José Osorio; y que, acampados en Zipaquirá, veinte mil subversivos denominados Comunes alentaban la aspiración optimista de avanzar sobre la capital y derrocar al gobierno magnánimo de Su Majestad. Yo había oído hablar del levantamiento de un indígena, Tupac Amaru, en el Perú, y del triste fin del caudillo rebelde, no hacía más de quince días, según los últimos rumores recibidos en Santafé. Estamos a 9 de junio del año demasiado gracioso de 1781. Un propio procedente de Zipaquirá entra desalado en Santafé para anunciar que los rebeldes del Común han iniciado su dispersión y emprendido la vuelta a sus hogares, y noto en el ambiente santafereño una agitación rara, exacerbada, distinta a la que imperó desde finales de marzo, en que supimos las primeras nuevas de un pronunciamiento en El Socorro, donde una joven impulsiva y atrabiliaria, llamada Manuela Beltrán, había roto el 16 de ese mes un edicto de su Majestad que anunciaba nuevos y bondadosos impuestos para sus súbditos privilegiados del Nuevo Reino. ¿Se imaginan ustedes el atrevimiento? ¡Romper un edicto de su Majestad, firmado por su Visitador Regente, don Juan  Francisco Gutiérrez de Piñeres! Este funcionario inmejorable cumplía con su deber. La corona española albergaba la convicción, justísima por cierto, de que sus abnegados vasallos de ultramar teníamos la obligación de sufragar los gastos de las guerras de familia y de un menú de conflictos interminables en que la madre España distraía sus ocios, diversión que la llevaba un sí es no es arruinada. En estas colonias felices no nos sentíamos culpables por esa desgracia; pero su Majestad parecía creer que lo éramos, y si su Majestad lo creía, así debía ser. Los vasallos coloniales carecíamos de criterio para poner en duda sacrílega la divina sabiduría de nuestro amado monarca.

   Al principio el Superior Gobierno les restó importancia a los desmanes del Socorro, que consideró hechos aislados.

   --Yo no creo que sean tan aislados--opinó el doctor José Celestino Mutis, en una reunión privada en casa del Marqués de San Jorge, atendida por la marquesa amable, doña Magdalena Cabrera Núñez de Orbegozo, segunda esposa del marqués; sirvió ella chocolate y colaciones preparadas con su toque personal-- estos hechos, son graves y responden a sentir común que el señor Virrey y el señor Regente no debieran mirar con menosprecio.

   A la reunión, el 23 de marzo de 1781, al otro día de conocerse en Santafé lo acontecido en El Socorro,  asistimos, además del señor Marqués de San Jorge, y del doctor José Celestino Mutis, botánico eminentísimo y nuestro maestro de ciencias, el fiscal doctor Francisco Antonio Moreno y Escandón, criollo de criterio juicioso e ideas extrañas, asimiladas a las del doctor Mutis, y en las que el señor Marqués de San Jorge, don Jorge Miguel Lozano de Peralta, parecía coincidir; digo, que con los nombrados estábamos presentes Fray Ciriaco de Archila, secretario y confesor del Marqués; el acabado de llegar de Popayán donde, por comisión del Visitador Gutiérrez de Piñeres, ejercía el cargo de contador de la Real Casa de Moneda, don Manuel de Bernardo Alvarez del Casal, mi tío, y yerno del Marqués; mis grandes amigos el primogénito del marques, y nueve años mayor que yo, José María Lozano, y Pedro Fermín de Vargas Sarmiento, estudiante del Rosario y condiscípulo en las clases privadas del doctor Mutis; mis compañeros de la infancia, Luis y José María Ayala y Vergara, hijos del amigo inseparable de mi padre, mi padrino don Antonio de Ayala, fallecido, antiguo Tesorero Oficial Real; Bernabé Ortega y Mesa, hijo del antiguo Alcalde de Santafé e ilustre criollo, don José Ignacio de Ortega y Salazar; su cuñado, el Agente Fiscal de la Real Audiencia, doctor José Antonio Ricaurte y Rigueyros, que aun llevaba luto por su esposa, Mariana Ortega y Mesa, muerta un año atrás; Salvador Cancino, amigo de mi casa desde su niñez; y el que escribe y suscribe, Antonio Nariño y Alvarez, hijo del antiguo Contador de las Cajas Reales, el gallego don Vicente Nariño y Vásquez, fallecido, y de la criolla doña Catalina Alvarez del Casal. Aguardábamos a alguien más, y en el entretanto, se animó la discusión.

   --Claro que no son hechos aislados --dijo enérgico el Marqués de San Jorge--son el resultado del abuso, de querer sacarles a los súbditos lo que ya no tienen, ¿o no lo cree así usted, Francisco Antonio?

   Prudente, el doctor Moreno y Escandón hizo con su cabeza un meneo que bien podría ser de asentimiento o bien el producto de un ligero sopor. Para no decir palabra, el fiscal tomó un sorbo del exquisito, espumante chocolate de mi señora Magdalena y nos incitó a imitarlo. El teobroma espoleó en el doctor Moreno y Escandón un efecto contrario al que buscaba, le agilizó la locuacidad y dijo

   --Mucho nos hemos esforzado con el doctor Mutis y el señor Marqués para atemperar los desmanes del régimen colonial. Dios lo sabe.

   --Es testigo fiel--corroboró el doctor Mutis

   --Y también nos ha dado su aprobación el señor Virrey, hombre de ideas... digamos... generosas... generosas (iba a decir... vamos... liberales... pero esa es una mala palabra en estos días). Don Manuel Antonio Flórez ha respaldado nuestros proyectos de reforma en la educación, contra el parecer de la Real Audiencia, que obra en desacuerdo con los dictámenes de su Majestad. Carlos III es un rey de mentalidad abierta, de ideas generosas, y se deja aconsejar de los hombres sabios y prudentes como nuestro hermano...quiero decir... como el señor Conde Aranda, a quien Dios Guarde

   --Amén--exclamamos en coro

   --Pero desde que llegaron su Ilustrísima el señor Arzobispo de Santafé, don Antonio Caballero y Góngora, y el señor Visitador Real, don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, hemos retrocedido y la generosidad se ha replegado ante la testarudez y la intolerancia. Ese hombre, Gutiérrez de Piñeres, cree que nuestro pueblo sólo vive para cagar impuestos... excúsenme ustedes… pero la providencia pone en este mundo a unos hombres destinados a salvar las naciones, y pone a otros destinados a perderlas. Y el doctor Gutiérrez de Piñeres es de estos últimos--dijo el Fiscal y apuró el último sorbo de su chocolate.

   Al del 16 de marzo, siguieron más y más hechos aislados. El mal ejemplo del Socorro se contagió a San Gil,  Mogotes, Barichara, Simacota, Oiba, El Páramo y a las regiones vecinas proclives al contagio antitributario que había estallado en El Socorro. Pronto creció el número de los alzados hasta veinte mil o más. La ingratitud humana aumenta en proporción a la angustia del bolsillo, y acaecieron en lapso breve tantas rebeliones, alzamientos, conspiraciones y gritos de “¡Viva el rey y abajo el mal gobierno!”, episodios grandiosos, dignos de narrar y de que la posteridad amnésica los recuerde, que no me caben en mi memoria desgastada, ni me cabrían en estas resmas desmedradas que emborrono en los  pequeños reposos que me permite la vida acosadora.

   Uno de los rincones donde Salvador Cancino, Pedro Fermín de Vargas y yo permanecíamos era la Real Biblioteca de Santafé, fundada por el doctor Moreno y Escandón e inaugurada por el Virrey, don Antonio Flórez, el 9 enero de 1777. Los trece mil libros que antes de su expulsión guardaba la Compañía de Jesús en una casona, llamada de San Carlos, sobre el costado sur de la Primera Calle de la Esperanza, formaron el patrimonio inicial de la Real Biblioteca, cuya sede en la misma casona fue, para los tres, nuestro segundo hogar, y allí nos embebíamos en la lectura de tratados de economía y filosofía, de historia y de literatura, en griego, en latín, en francés y en inglés; pero los libros que alteraron nuestra visión de la vida no los leímos en la Real Biblioteca, sino en la bien nutrida de mi tío Manuel. Unos ocho o diez meses antes de los motines que revolcaron al Reino, nos convidó a su casa en vísperas de viajar a Popayán.

   --Me acaban de llegar de Europa estas obritas, que he hojeado al vuelo y que serían interesantes para ustedes.

   Nos entregó una en francés, titulada Histoire Philosophique et Politique des Etablisements et du Comerce des Europeens dans les deux Indes, escrita por el abate Guillaume Tomás Raynal; y dos en inglés: An Inquire into the Nature an causes of the Wealth of Nations, escrita por el escocés Adam Smith; y Common Sense, del inglés Thomas Paine. Estas obritas, como las llamaba tío Manuel, que juntaban entre las tres quince volúmenes, fueron leídas por Pedro Fermín y por mí –Salvador no se animó a meterles muela-- en tres meses de lectura permanente, con cortas soluciones de continuidad en las horas de las comidas, y en las moderadas que dedicábamos a dormir. No sé si la lectura ejerza sobre todos el mismo corolario milagroso. En dichos tres meses no experimenté el menor malestar, me juré  curado de una dolencia congénita que de tiempo en tiempo me producía ataques violentos, de los que me rescataba el doctor Mutis. Me sentía pleno y transformado al finalizar las tres obritas y algo análogo sufrió Pedro Fermín. Éramos diferentes, pensábamos distinto, la vida cobró sentido y creíamos haber entendido la finalidad secreta de nuestra venida a este mundo. Nuestras mentes fueron liberadas de las cadenas del pasado y nos convertimos en personas del presente y del porvenir. Miramos hacia el Norte y comprendimos que la revolución republicana encendida en el Septentrión esparciría sus llamas a todo el Continente y agotaría nuestras vidas.

   Hacia las nueve del jueves 22 de marzo de 1781, mi tío Manuel, con tono solemne y esotérico, que no le conocía, nos invitó para que estuviésemos en casa del Marqués de San Jorge mañana viernes 23, a las seis de la tarde, en punto, y guarden el secreto más estricto, ni una palabra a nadie. Quedamos sumidos en la curiosidad.

   --¿Que se traerá don Manuel?—me preguntó Pedro Fermín

   --Me gustaría saberlo—le dije.

   Nos fuimos, como de costumbre, a la Real Biblioteca, donde por lo común había diez o quince lectores habituales; esa mañana sólo una persona, que veíamos allí por primera vez, utilizaba el servicio. No nos fijamos mucho en ella. Pedro Fermín se embebió en sus libros y yo en la revisión y el cotejo minuciosos de obras de lexicografía, tales el Arte de la lengua castellana, de don Elio Antonio de Nebrija; el Diccionario de Autoridades; Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas y sobre la castellana en particular, por don Antonio de Capmany Suris; Methodus linguarum novissima y Janua rerum, de Comenius; y el Tesoro de la lengua castellana o española, por don Sebastián de Covarrubias, fuentes de sabiduría, entre las muchas que contenía la antigua biblioteca de los padres jesuitas, en buena hora rescatada de su exilio mohoso por el doctor Moreno y Escandón para uso de los criollos deseosos de aprender. En algún momento que levanté la vista del volumen,  tropecé con los ojos del lector desconocido, clavados en mí. De su cara, que pude observar a conciencia, no retuve ningún rasgo, excepto dos lunares destacados en su bigote izquierdo que se mantenían en un constante movimiento nervioso. La personalidad toda del individuo se concentraba en aquellos lunares, y tuve la impresión de que no se trataba de un hombre, sino de un par de lunares nerviosos a los que la figura humana les servía de adorno.

   Entró a buscarnos Bernabé Ortega y Mesa, y me olvidé del lector de los lunares. Como en ese recinto sagrado era imperioso guardar silencio, Bernabé nos dijo en sordina que saliéramos. En la calle nos preguntó:

   --¿Ustedes saben para qué me invitó  don Manuel a la casa del Marqués, mañana, a las seis de la tarde en punto, ni un minuto antes, ni uno después, según me dijo, y que les había formulado a ustedes la misma invitación, y cuidadito con mencionar ni una palabra de esto?

   Cruzamos con Pedro Fermín una sonrisa maliciosa.

   --Teníamos la esperanza de que tú nos lo contaras—le dijo Pedro Fermín.

   --Habrá que esperar hasta mañana, a las seis en punto, que tío Manuel nos introduzca en el misterio—agregué, con falsa resignación, y sin sospechar que en lo del misterio mis palabras eran proféticas. Nos aguardaba la entrada en el misterio de los misterios.

   Bernabé se despidió con la curiosidad insatisfecha. A nuestro regreso la sala de lectura estaba vacía. El lector desconocido de los lunares nerviosos se había esfumado. No conseguí explicarme cómo había hecho para salir sin que lo viéramos. Volveríamos a saber de él.